Alzó la cabeza y cerró los ojos para notar los
primeros rayos de sol en su cara. La primavera estaba terminando y pronto haría
calor, mucho calor. Sintió cómo los párpados, la nariz, el cuello buscaban la
luz y la temperatura. Una brisa le agitó levemente el pelo. La piel de su
cuerpo desnudo se erizó con suavidad y lentitud y mantuvo los brazos pegados al
torso aún un rato más. Sus pies descalzos sentían la rugosidad del suelo y sus
dedos se curvaban para sostenerse con relativa seguridad al borde de la roca
que marcaba el comienzo de un abismo infinito para él. Un par de centímetros
más y todo su cuerpo perdería el equilibrio para caer a peso por el precipicio
rocoso que se postraba ante él. Era el momento, pero aún había que esperar.
Recordó las palabras de su padre: “Las prisas no son buenas compañeras de
viaje, hijo”. Y las de su madre: “Hijo mío, cuando te llegue la hora lo sabrás,
una voz en ti te lo dirá”.
Dos años y medio habían pasado desde que su hermano
mayor hiciera el viaje. Era ley de vida. Todos acababan por saltar, era su
sino, para aquello habían nacido y a eso estaban predestinados. Esos dos años y
medio habían sido eternos para él. Un largo invierno en soledad seguido de un
caluroso verano también solo. Y así de nuevo afrontar otro largo invierno y
otro verano. Y un invierno más. Mucho, mucho tiempo solo. Sí, sus padres
estaban, pero no como antes. En ellos también se percibía cierta amargura, sin
duda debida a la marcha de su primogénito, primera vez también para ellos,
primera experiencia como padres a los que un hijo se les va para siempre. Ellos
también se fueron para siempre cuando llegó su momento y nunca regresaron para
saber cómo lo sintieron sus propios padres. Así no eran las cosas, así no se
hacía. El que se iba no podía volver, no estaba permitido si es que se diera el
caso de que el individuo quisiera. Nunca nadie había querido. Todos marchaban.
Y él marcharía. Pronto.
Dos años y medio había pasado imaginándose cómo
sería su momento, qué sentiría, qué le movería a irse, cuando él estaba tan
feliz al lado de sus padres. ¿Sería una decisión, algo voluntario? ¿Habría
alguien o algo en ese preciso instante que le empujara, que le arrancara de su
sitio, que le obligara? Por lo que él había visto en ocasiones nadie estaba
para ayudar a que nadie se echara atrás. Por lo tanto debía de tratarse de una
fuerza interior que durante ese tiempo había tratado de sentir para entender su
destino. Pero imposible. ¿Drogas o alucinógenos? Eso explicaría muchas cosas.
Daría valentía a los medrosos, que siempre los hay.
Al borde del rocoso acantilado, con los ojos
cerrados, sintiendo el calor y la brisa convertida en fuerte aire en todo su
cuerpo, apretó fuerte los dedos de los pies hasta que éstos cargaron con todo
el peso levantando los talones. Y las alas, que hasta entonces habían
permanecido siempre pegadas a su espalda, cobraron vida y lentamente se fueron
despegando y estirando. El aire ayudó a separar las soldadas plumas que durante
tanto tiempo habían estado hibernando, y su transparente color mudó a una
paleta de verdes, turquesas y amarillos, propios de la época y el lugar. Cuando
todas estuvieron libres de la conservante sustancia que las mantenía unidas, la
envergadura casi duplicaba la altura de su dueño. Abrió los ojos y saltó.
Durante la caída todavía se preguntaba qué le había
impulsado a hacerlo, pero nunca supo contestarse. Agitó las alas y voló. Para
siempre.
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