Entrar o no. Turistas con la documentación sobre el
mostrador y de pronto los mismos turistas, o quizás otros, subiendo al taxi. El
trajín del hall, el bullicio de la calle. El botones tirando de un gran carro
cargado de bultos, el camión de la basura vaciando ruidosamente los cubos con
esa cadencia de golpes repetitivos. El frescor de la climatización, el calor
del verano cayendo a plomo sobre Madrid. Su sonrisa en un juego improvisado.
Un ejecutivo estresado acarreando un maletín, una mujer
paseando con su bici. El responsable de seguridad despreocupado, un repartidor
entorpeciendo el tráfico. El olor que llega de la cocina, la contaminación que
lo impregna todo. Carteles que anuncian la permanente conectividad, palomas acechando
las migajas de los viandantes. Otra vez ese frescor climatizado, y de nuevo el calor
abrasador. Y su sonrisa por las cosas sencillas.
Frases en torpe inglés, gritos castizos sin destinatario.
Familias esperando en frías butacas, ancianos al sol en los bancos de la plaza.
La entrada a la cafetería desierta, las terrazas de los bares atestadas. Niños
con la cabeza hundida en la consola, jolgorio desordenado en el parque
infantil. Una mujer trajeada dando explicaciones tras el mostrador, una chica
haciendo malabares en una esquina. Su sonrisa perenne que no tiene fin.
Vueltas y más vueltas, realidades contiguas y sin embargo
lejanas, separadas por un juego giratorio, dos mundos diferentes que discurren
en el mismo, según se miren, si entras, si sales. Y su sonrisa que sigue
girando…
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