Con la llegada del calor el
número de crímenes se incrementaba. Si bien era cierto que éstos se producían
durante todo el año, en verano crecían de manera exponencial. Y lo peor de todo
es que a nadie parecía importarle que así fuera. Estos actos se llevaban a cabo
de manera pública, por lo general, con numerosos espectadores que, o bien por
la costumbre, o bien porque realmente no les importaba que sucedieran, no se
alteraban lo más mínimo. Cuando uno de estos crímenes tenía lugar en público se
podían ver un par de actitudes, ambas igual de reprobables: estaban los que
directamente no hacían el menor caso y continuaban su camino como si nada
acabara de suceder, y también estaban los que se paraban a contemplar el
espectáculo más o menos tiempo y después también continuaban su camino. Pero,
sin duda, la actitud que más me exasperaba de todas era la mía propia que,
siendo plenamente consciente de que delante de mis narices se estaba cometiendo
una atrocidad, acababa por ser como uno más y no mostraba mi indignación
tomando las de Villadiego por miedo o por el hecho vergonzante de ser el único
que se sintiera molesto por lo que acabara de presenciar.
Era indecente. Era indecente
el que yo tomara al final la misma actitud que los demás. Pero era aún más
indecente que los hechos se produjeran en sí. O al menos eso me decía yo para
justificarme. Además ―me daba yo mismo la razón― los crímenes tenían muchos
cómplices. No se trataba sólo de ejecuciones y punto, no. Eran ejecuciones
premeditadas, con la ayuda de otros individuos que ponían a las víctimas en
manos de sus verdugos. Trabajo fácil. Se realizaba y ahí quedaba la marca de la
violencia expresa. Curiosamente, los criminales poseían en muchos casos una
serie de ritos que los hacía parecer en ocasiones hasta sensibles, pues cuando
el acto final tenía lugar, aquéllos gritaban y hasta podían soltar lágrimas por
sus ojos, como si de un símbolo de dolor compartido para con la víctima en
cuestión se tratara.
¿En qué pensaba esta
sociedad adormecida? ¿No había sido suficiente ver como a lo largo de los años
estos delictivos actos habían quedado siempre impunes? ¿Nadie se atrevía a
alzar la voz hacia las autoridades para que pararan la incesante ola, que
siempre había sido tsunami y que no parecía tener fin, sino perdurar en el
tiempo?
Al parecer, todo indicaba
que siempre habría un inconsciente padre o una distraída madre capaces de poner
un pobre helado, sabiendo el destino que éste correría simplemente estrellado
en el suelo en el mejor de los casos, si no pisoteado y humillado, en las
torpes manos de un niño. Era irremediable.
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