…miraba
el fondo del vaso y me hacía recordar. El tintineo de los hielos al ritmo de mi
muñeca. Creo que hasta eso había cambiado. Ahora era más lento, pausado, como
si la tranquilidad de saber que has vivido como debías hacerlo lo embargara
todo. No tenía claro si era una cuestión moral, o más bien práctica.
Con
los años lo que había ido cambiando también era el contenido. No tanto de
dentro de mí, que también, sino lo que vertía cada noche en mi vaso. Empezó
siendo un güisqui barato, como me dijo un día mi amiga inclinada sobre la barra
antes de pedir. El tiempo había hecho evolucionar mi paladar hacia algo más
añejo, con más cuerpo y sabor. Creo que mi necesidad de incrementar la potencia
del brebaje poco tenía que ver con preferencias, sino más bien con el deterioro
de mi capacidad de degustar. En general.
Habiendo
pasado por diferentes avatares en la vida, no podía fabular sobre una
existencia penosa y dura. No como esos actores, futbolistas y demás gente
tocada con la vara de la popularidad, que en un absurdo ejercicio narrativo,
intentan justificar su existencia con una penosa vida anterior. Trabajos mal
pagados, viviendas cochambrosas, hábitos tóxicos variados (esos yo creo que
muchos los mantienen), destierros lejos de la familia. En definitiva, cosas de
mucha pena. Supongo que así se logra aumentar la empatía del populacho hacia lo
que nos hemos convertido. Yo siempre me definí como un gilipollas en potencia. Sólo
necesitaba los medios. Fama y/o dinero. Y nunca tuve ninguna de las dos. Así
que si hay vida más allá de mi vaso, espero poder pulir esa faceta de mi ser.
Pues
eso, mi vida no había estado sujeta a tormentos excesivos, a excepción de un
divorcio temprano, y una superlativa capacidad de moverme de un extremo a otro
de mi ánimo, aunque creo que la distancia entre ambos polos era demasiado
corta. Pero por lo demás no me podía quejar.
El
control que ejercía sobre mi moral y conciencia, saltaba por los aires de vez
en cuando, y era en esos precisos instantes en los que me apoyaba sobre la barra
y jugueteaba con la servilleta antes de que el camarero hiciera sonar los
cubitos en el vaso, como maestro de ceremonias de mi particular ritual, para
después servirme una dosis de olvido. Entonces me inclinaba sobre el vaso…
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