martes, 30 de abril de 2013

#49 QANIK


Sus botas forradas de piel de foca contrastaban con el blanco de la nieve. Qanik acostumbraba a mirarse los pies sin sentirse del todo a gusto, no llegaba a comprender por qué tenían que despellejar focas para abrigarse. Sólo contaba con cinco años y sus padres  habían intentado dar todo tipo de explicaciones a su hijo menor, justificando la caza controlada de focas en los alrededores del pueblo para alimentarse y vestirse.

Qanik solía darse paseos por la nieve y cuando encontraba un agujero en el que asomaba el mar, dejaba colgando su caña de pescar hecha con alguna rama y un sedal en cuyo extremo no había ni anzuelo ni cebo. Así pasaba largas horas, canturreando y haciendo dibujos en la nieve con sus dedos descubiertos. A menudo aparecía su amiga Tulimak y se sentaba a su lado. Los dos se miraban sin decirse nada, hasta que Qanik le dejaba su caña y entonces ella siempre repetía la misma pregunta:

- ¿Por qué pescas sin cebo?

Y él siempre respondía igual:

- No quiero dañar a los peces, el daño lo hacen los mayores.

Y ahí quedaba la conversación. Qanik sufría mucho con la llegada del mes de marzo que inevitablemente avisaba del desembarco de los cazadores canadienses para ejecutar su matanza anual de focas. Era entonces cuando sus paseos eran más largos, y más tristes. Solía colocarse en un montículo de nieve desde el que se divisaba la costa, desde ahí, veía los grandes barcos de los que partían en lanchas neumáticas grupos de cazadores hacia la costa. Con inexplicable crueldad los cazadores aplastaban el cráneo de las crías de foca arpas, o las tiroteaban.

Esa mañana Qanik salió de casa con su rudimentaria caña y con una honda que había fabricado con piel de oso. Se colocó en un montículo muy cerca de la costa y esperó la llegada de las lanchas de los cazadores. Los grandes barcos que rompían el hielo permanecían varios días fondeados frente a la costa, y así cada día salían los grupos de asesinos hacia su botín. Delante de él un agujero donde el agua bailaba con un ritmo constante, mecida por las olas que más allá sacudía el Ártico. Dejó caer el sedal de su caña y se puso a canturrear. El crujido de la nieve le alertó, aunque no se dio la vuelta. Ese crujir, esos pasos, sabía que Tulimak estaba rondando cerca. Cuando su amiga se sentó a su lado su cara triste hizo que creciera la rabia dentro de Qanik. Él le pasó la caña y se puso a dibujar líneas inconexas en la nieve. Este ritual, pese a su corta edad, llevaban realizándolo el suficiente tiempo como para saber cada uno cuál era su lugar, y qué conversaciones no era necesario mantener pues la sola presencia de ambos daba por hecho lo que querían decirse. Eran como dos ancianos apoyados en la barra de un bar, en la que cada día coincidían sin decirse nada, y sin embargo llegaban a saberlo todo el uno del otro.

Cuando Qanik vio aparecer a los cazadores en la orilla, apretó entre sus manos desnudas un puñado de nieve, con cuidado fue dándole forma, girando la pieza hasta pulirla y conseguir un círculo perfecto de nieve helada. Un poco más allá los cazadores empezaban a sacar sus picos de hierro, cuidadosamente envueltos en cuero y, por el brillo que desprendían, meticulosamente limpiados la noche anterior. Era curioso cómo un arma tan letal, a manos de unos hombres tan malvados se les podía aplicar semejante esmero para después desatar su furia contra algo tan delicado como una cría de foca. O al menos eso pensaba Qanik. Aún no había empezado el despropósito cuando la primera lágrima empezó a rodar por la mejilla de Tulimak. No había levantado la mirada del agua, seguía el vaivén del sedal, pero sus pocos años de vida le habían enseñado a reconocer los sonidos de la nieve, incluso entre la ventisca más feroz, sabían distinguir los pasos de un zorro acechando.

Aquel hombre blanco se acercó al primer grupo de focas, todas pequeñas, blancas, indefensas. Él era rubio, con una piel cuarteada por el oficio al aire libre. Pese al abrigo que le protegía del frío, o quizás precisamente por él, se le veía de grandes proporciones, un gigante al lado de aquel cachorro de foca al que se acercaba sin ni siquiera guardar sigilo. Con un gesto mecánico se posicionó al lado del animal, con la cabeza entre sus botas pero sin tocarlo, y la foca, sospechando el peligro, mantenía una postura rígida, adivinando su destino. El cazador alzó la mano, el brazo entero arrastrando el enrome pico de hierro, y en ese preciso instante en el que la inercia pierde fuelle y el movimiento está a punto de hacerse reversible un impacto violento le tiró al suelo. El reguero de sangre tiñendo la nieve esta vez no era de la foca, la cual seguía en aquella postura dictada por el miedo. Pareció como si el pequeño cachorro alzara la cabeza, a tiempo de escuchar las blasfemias de aquel cazador, que limpiándose la sangre de la frente pudo contemplar dos pequeñas figuras en lo alto de un montículo. Dos pequeños inuits cogidos de la mano, y una caña en la mano libre de ella y el extremo de una honda en la mano libre de él.

- Sólo los mayores hacen daño Tulimak. – Dijo Qanik antes de darse la vuelta y volverse al pueblo.

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