Palidecieron.
Ninguno de los tres fue capaz de articular palabra, muy probablemente
acordándose de la madre que parió a Iván, y de su capacidad para idear
excentricidades, muchas de ellas, como ésta, no ajenas a ciertas
complicaciones. No fue hasta que los dos policías municipales les clavaron la
mirada desde el lateral de la
Gran Vía , en la
Plaza de Callao, que a Ernesto le dio la risa, y fue seguido
por Pedro y César. La carcajada, con sus lágrimas y todo, no era por los
nervios del momento en sí, ni porque mientras se apoyaban los unos en los otros,
y a su vez el primero de ellos en la fachada de la zapatería que hace esquina
en la Gran Vía
con la Plaza ,
vieran a los municipales acercarse a ellos con cara de pocos amigos. No era el
gesto, no, era más bien la tez teñida de blanco lo que les hacía desternillarse
de la risa.
Hacía
años que los cuatro se hicieron amigos, unos fueron conociéndose antes y otros
después, unos se veían más que otros, pero siempre habían tenido claro que
ellos eran ellos, y que ahí le dieran al mundo, que cuando hiciera falta no se
fallarían. Habían vivido momentos de todo cariz, una vida entera juntos da para
muchas anécdotas, para aventuras, borracheras, enfados, abrazos… Llegó un
momento en el que todos estuvieron más centrados, con sus parejas, hijos… Pero
seguían siendo los de siempre, y no dejaban de esconder bajo los años que les
iban cayendo, ese espíritu macarra y rebelde.
Como
quiera que las responsabilidades les iban restando tiempo a sus encuentros, y
pese al contacto que tenían por otros medios, decidieron que todos los años se
dedicarían un fin de semana, uno entero, de viernes a domingo, sin mujeres ni
hijos, con los teléfonos apagados (menos uno que permanecía encendido por
aquello de alguna emergencia familiar), sin fútbol (César era un loco del
fútbol y en su momento llegó a cuadrar el día y hora de su boda para que no
coincidiera con el partido de su equipo favorito) y sin reparar en gastos.
Desde
que inauguraron esos periodos de fastos hacía cinco años, las fiestas habían
sido de escándalo. El primero de ellos, sin saber cómo, terminaron en Tánger en
bañador y con una tabla de surf bajo el brazo cada uno, corriendo hacia el
ferry con una resaca de órdago para evitar dar explicaciones a la policía
marroquí, la cual les persiguió con mucho ahínco hasta el puerto. Otro año se
pasearon vestidos de toreros por el metro de París, al siguiente visitaron la
fiesta de la cerveza de Munich… Aquellos fines de semana no servían sólo para
calibrar la resistencia que cada uno de ellos tenía con los excesos, sino que
afianzaba su amistad y le daba forma tras horas de confidencias, de compartir
esas preocupaciones que en aquel grupo nunca generaban la lástima que emanaba
en otros foros. Porque ellos no querían ni penas, ni palmaditas en la espalda,
ellos querían hacer saber a los suyos lo que les ocurría, querían compartir y
sentirse acompañados… De ellos era más frecuente un bofetón metafórico antes
que un beso en la frente. El que quisiera compasión se había equivocado de
lugar. Desde luego. Ellos eran un grupo, ellos eran los cuatro. Ellos eran
Ellos.
Por
eso en el último encuentro cuando Iván sugirió ir a Galicia y marcarse una
borrachera en lo alto del monte de Santa Tecla, ninguno de los otros tres
sospechaba la prueba a la que iban a ser sometidos. Estando allí, con una noche
clara en la que se apreciaba de un lado con perfecta claridad la desembocadura
del Miño y por el otro costado del monte los restos de los poblados celtas que
antaño hirvieron de vida por sus laderas, Iván alzó su lata de cerveza y dijo:
-
Me muero.
Los
cuatro se miraron, en un principio sin tener muy claro si se trataba de otra de
las coñas macabras a las que les tenía acostumbrados, pero supieron que no, que
esta vez no era su humor negro intentando escandalizar, sino que les estaba
dando la noticia como ellos hacían, sin dramas, ni consuelos, sin tristeza ni
compasión. Sencillamente se moría, porque el azar, la vida o lo que fuera que
movía al mundo y a las personas, decidió darle el número de la tómbola en la
que se deciden las cosas. Y sin decir nada más brindaron, y entonces volvieron
los exabruptos, las anécdotas, las bromas sobre la mujer
del uno o del otro, sobre el pasado y todo lo que habían hecho juntos. Fue ya
de madrugada, estando los cuatro sentados mirando hacia el Atlántico cuando
Iván les explicó más a fondo lo de su enfermedad, la rapidez de todo, de cómo
ya no había nada que hacer y de cómo en
el fondo, para sorpresa de sí mismo, acogió su destino, tras un par de días de
pesar, con indiferencia y con la satisfacción de haber vivido como había
querido, rodeado de los suyos, y como no podía ser de otra forma, rodeado de
Ellos. Ninguno soltó una lágrima aquella noche, ni siquiera hubo tiempo para
torcer el gesto, porque Iván se dedicó a hacerles partícipe de su a veces
malinterpretado humor negro, y de los planes que tenía para con su inminente
deceso. Rieron, cantaron y bebieron hasta que el sol empezó a asomar por el
este, y entonces, antes de que el Monte se volviera a llenar de turistas, bajaron
conduciendo, borrachos como cubas, y milagrosamente llegaron al hotel. Y durmieron.
Habían
pasado varios meses desde aquello cuando una mañana les despertó la noticia.
Tras un par de semanas ingresado, Iván hizo cierto el diagnóstico. Ernesto,
Pedro y César hablaron con la familia y tras una complicada negociación
consiguieron que se hiciera realidad la voluntad de Iván. Se fueron a un garito
infame de la Plaza
de los cines de La Luna
y pidieron cuatros vasos de pacharán, y puede ser que después otros cuatro, y
para terminar cuatro más. Cuando en la mesa sólo quedaban sin vaciar los vasos
de Iván, se levantaron y se fueron a la esquina de la Gran Vía con la Plaza de Callao. A Iván le
encantaba la Gran Vía.
Había sido recorrido de sus paseos preocupados, bocanada de alivio para sus
momentos duros, que los había tenido, como los otros tres amigos. Por eso, con
la frontera de Portugal a sus pies, en el Monte de Santa Tecla, con el Miño
acompañando los litros de alcohol que habían ingerido, Iván les confió su
última voluntad.
Por
eso la risa floja, por eso no aguantaron casi en pie cuando pensaron que si
Iván supiera que lo último que iba a hacer en este mundo era ir a arrear con
sus restos en la cara de dos policías municipales, le hubiera dado una carcajada
orgullosa. Y mientras sus cenizas subían por los cines Capitol, bajaban hacia
Plaza de España, subían con el aire hacia Montera, Ernesto, Pedro y César
cogieron la urna y echaron a correr con los municipales blancos de ceniza con
un cabreo fino detrás. Ellos eran Ellos, nunca se les jodía un plan. Ellos
serían siempre los cuatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario