miércoles, 3 de abril de 2013

# 45 ELLOS ERAN ELLOS.




Palidecieron. Ninguno de los tres fue capaz de articular palabra, muy probablemente acordándose de la madre que parió a Iván, y de su capacidad para idear excentricidades, muchas de ellas, como ésta, no ajenas a ciertas complicaciones. No fue hasta que los dos policías municipales les clavaron la mirada desde el lateral de la Gran Vía, en la Plaza de Callao, que a Ernesto le dio la risa, y fue seguido por Pedro y César. La carcajada, con sus lágrimas y todo, no era por los nervios del momento en sí, ni porque mientras se apoyaban los unos en los otros, y a su vez el primero de ellos en la fachada de la zapatería que hace esquina en la Gran Vía con la Plaza, vieran a los municipales acercarse a ellos con cara de pocos amigos. No era el gesto, no, era más bien la tez teñida de blanco lo que les hacía desternillarse de la risa.

Hacía años que los cuatro se hicieron amigos, unos fueron conociéndose antes y otros después, unos se veían más que otros, pero siempre habían tenido claro que ellos eran ellos, y que ahí le dieran al mundo, que cuando hiciera falta no se fallarían. Habían vivido momentos de todo cariz, una vida entera juntos da para muchas anécdotas, para aventuras, borracheras, enfados, abrazos… Llegó un momento en el que todos estuvieron más centrados, con sus parejas, hijos… Pero seguían siendo los de siempre, y no dejaban de esconder bajo los años que les iban cayendo, ese espíritu macarra y rebelde.

Como quiera que las responsabilidades les iban restando tiempo a sus encuentros, y pese al contacto que tenían por otros medios, decidieron que todos los años se dedicarían un fin de semana, uno entero, de viernes a domingo, sin mujeres ni hijos, con los teléfonos apagados (menos uno que permanecía encendido por aquello de alguna emergencia familiar), sin fútbol (César era un loco del fútbol y en su momento llegó a cuadrar el día y hora de su boda para que no coincidiera con el partido de su equipo favorito) y sin reparar en gastos.

Desde que inauguraron esos periodos de fastos hacía cinco años, las fiestas habían sido de escándalo. El primero de ellos, sin saber cómo, terminaron en Tánger en bañador y con una tabla de surf bajo el brazo cada uno, corriendo hacia el ferry con una resaca de órdago para evitar dar explicaciones a la policía marroquí, la cual les persiguió con mucho ahínco hasta el puerto. Otro año se pasearon vestidos de toreros por el metro de París, al siguiente visitaron la fiesta de la cerveza de Munich… Aquellos fines de semana no servían sólo para calibrar la resistencia que cada uno de ellos tenía con los excesos, sino que afianzaba su amistad y le daba forma tras horas de confidencias, de compartir esas preocupaciones que en aquel grupo nunca generaban la lástima que emanaba en otros foros. Porque ellos no querían ni penas, ni palmaditas en la espalda, ellos querían hacer saber a los suyos lo que les ocurría, querían compartir y sentirse acompañados… De ellos era más frecuente un bofetón metafórico antes que un beso en la frente. El que quisiera compasión se había equivocado de lugar. Desde luego. Ellos eran un grupo, ellos eran los cuatro. Ellos eran Ellos.

Por eso en el último encuentro cuando Iván sugirió ir a Galicia y marcarse una borrachera en lo alto del monte de Santa Tecla, ninguno de los otros tres sospechaba la prueba a la que iban a ser sometidos. Estando allí, con una noche clara en la que se apreciaba de un lado con perfecta claridad la desembocadura del Miño y por el otro costado del monte los restos de los poblados celtas que antaño hirvieron de vida por sus laderas, Iván alzó su lata de cerveza y dijo:

-          Me muero.

Los cuatro se miraron, en un principio sin tener muy claro si se trataba de otra de las coñas macabras a las que les tenía acostumbrados, pero supieron que no, que esta vez no era su humor negro intentando escandalizar, sino que les estaba dando la noticia como ellos hacían, sin dramas, ni consuelos, sin tristeza ni compasión. Sencillamente se moría, porque el azar, la vida o lo que fuera que movía al mundo y a las personas, decidió darle el número de la tómbola en la que se deciden las cosas. Y sin decir nada más brindaron, y entonces volvieron los exabruptos, las anécdotas, las bromas sobre la mujer del uno o del otro, sobre el pasado y todo lo que habían hecho juntos. Fue ya de madrugada, estando los cuatro sentados mirando hacia el Atlántico cuando Iván les explicó más a fondo lo de su enfermedad, la rapidez de todo, de cómo ya no había nada que hacer y  de cómo en el fondo, para sorpresa de sí mismo, acogió su destino, tras un par de días de pesar, con indiferencia y con la satisfacción de haber vivido como había querido, rodeado de los suyos, y como no podía ser de otra forma, rodeado de Ellos. Ninguno soltó una lágrima aquella noche, ni siquiera hubo tiempo para torcer el gesto, porque Iván se dedicó a hacerles partícipe de su a veces malinterpretado humor negro, y de los planes que tenía para con su inminente deceso. Rieron, cantaron y bebieron hasta que el sol empezó a asomar por el este, y entonces, antes de que el Monte se volviera a llenar de turistas, bajaron conduciendo, borrachos como cubas, y milagrosamente llegaron al hotel. Y durmieron.

Habían pasado varios meses desde aquello cuando una mañana les despertó la noticia. Tras un par de semanas ingresado, Iván hizo cierto el diagnóstico. Ernesto, Pedro y César hablaron con la familia y tras una complicada negociación consiguieron que se hiciera realidad la voluntad de Iván. Se fueron a un garito infame de la Plaza de los cines de La Luna y pidieron cuatros vasos de pacharán, y puede ser que después otros cuatro, y para terminar cuatro más. Cuando en la mesa sólo quedaban sin vaciar los vasos de Iván, se levantaron y se fueron a la esquina de la Gran Vía con la Plaza de Callao. A Iván le encantaba la Gran Vía. Había sido recorrido de sus paseos preocupados, bocanada de alivio para sus momentos duros, que los había tenido, como los otros tres amigos. Por eso, con la frontera de Portugal a sus pies, en el Monte de Santa Tecla, con el Miño acompañando los litros de alcohol que habían ingerido, Iván les confió su última voluntad.

Por eso la risa floja, por eso no aguantaron casi en pie cuando pensaron que si Iván supiera que lo último que iba a hacer en este mundo era ir a arrear con sus restos en la cara de dos policías municipales, le hubiera dado una carcajada orgullosa. Y mientras sus cenizas subían por los cines Capitol, bajaban hacia Plaza de España, subían con el aire hacia Montera, Ernesto, Pedro y César cogieron la urna y echaron a correr con los municipales blancos de ceniza con un cabreo fino detrás. Ellos eran Ellos, nunca se les jodía un plan. Ellos serían siempre los cuatro.

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