Casi
un año me había llevado hacer la tesis doctoral. Once meses para ser exactos,
había estado recabando datos, bibliografía y entrevistas personales. Mi título
de Doctor en sociología dependía de la exposición que hiciera esa misma mañana
delante del exigente tribunal de la Universidad
Complutense. “Anatomía de las clases sociales” se titulaba mi
trabajo.
Yo,
burgués desde la cuna y acostumbrado a vivir en aquella burbuja de buenos
modales y apariencias, me había plegado al guión a la hora de desgranar los
puntos fundamentales que diferenciaban a unas capas sociales y a otras. El
núcleo de mi trabajo se centraba en asociar el concepto de clase social, al
hecho de tener, lo que coloquialmente se denominaba “tener clase”. Todo ello
puntualmente dirigido por mi educación elitista, y mi permanente asociación de este
concepto al estatus económico. Había conseguido a través de mi investigación,
corroborar la premisa previa, la hipótesis que fui buscando en una especie de
justificación personal, sobre la correlación entre tener un nivel económico
alto con el saber estar.
Durante
los meses que me llevó el trabajo en varias ocasiones llegué a cuestionar
ciertos extremos, fundamentalmente tras entrevistarme con determinadas personas
de la denominada “alta sociedad”, las cuales me habían parecido además de
pedantes, muy distantes del concepto de educación que me habían inculcado.
Pijos de enciclopedia que echaban por tierra mi visión sobre las buenas
costumbres y refinadas maneras. Me había encontrado con absolutos iletrados que
aún siendo conscientes de su ignorancia se parapetaban en una artificial y a
todas luces ficticia atalaya de sabiduría. No sabían nada. Y lo peor, es que
sabían que no lo sabían. Pero aquello no les impedía aparentar unas maneras que
no les correspondía y mirar por encima del hombro al resto de los mortales,
haciendo gala de lo que no eran. Por ese motivo llegué a la conclusión de que
la máxima de Don Francisco de Quevedo “poderoso caballero don dinero” llegaba
mucho más allá de lo que a adquirir del mundo material se refería.
Pese
a todo ello conseguí que mi punto de vista burgués, aderezado con unas gotas de
conformismo se impusiera sobre cualquier destello de realidad que hubiera
querido penetrar en un trabajo tan oscuro como alejado de la realidad. Y, a
modo de guinda, la idea de que el tribunal que iba a juzgar mi trabajo
estuviera presidido por un amigo de mi señor padre. La amistad de mi progenitor con el insigne presidente se
había fraguado en las tertulias organizadas por un elitista club en los salones
del Casino de Madrid, en la calle Alcalá. Hacía más de un siglo que aquellos
señores tan sobrados de dinero como de sapiencia se reunían una vez a la semana
en el salón “López Sallaberry”, bautizado así en honor al director de las obras
del Casino allá por los inicios de mil novecientos, para charlar sobre arte y
literatura, y de paso convencerse de que pertenecían a una estirpe superior,
una exquisita muestra de que la selección natural cumple sus funciones en la
sociedad, reservando un lugar privilegiado a aquellos que por sus cualidades
económicas e intelectuales, se merecían un refugio y unas garantías para
preservar tanto don.
En
todo caso tras varias tutorías con el amigo de mi padre no exentas de cierta
inmoralidad- que el principal evaluador de mi trabajo lo estuviera supervisando
no apuntaba a un recato ejemplar- él mismo decidió que ya estaba preparado. Me
había augurado un excelente resultado, y me agasajó con halagüeños pronósticos
acerca de mi futuro inmediato, una vez la tesis viera la luz. Una presentación
de la misma, ya publicada- para lo cual él mismo movería algunos hilos- en el
propio casino, no sólo daría valor a mi trabajo sino que refutaría lo que
tantas veces habían defendido en el exclusivo club. Las clases sociales más
acomodadas eran a su vez las verdaderamente intelectuales, a la par que las que
mejor transmitían el saber estar y la buena educación.
Para
evitar desagradables imprevistos con el tráfico, aquella mañana decidí dejar el
coche y acudir a mi cita con el tribunal en metro. Por aquello de ser previsor
y porque entre los dogmas de la buena educación que me habían inculcado estaba
la de la extrema puntualidad, me marché pronto de casa, sin despedirme de mis
padres que aún dormían. No tanto por no molestarles, sino porque pensé que
cualquier comentario no haría sino ponerme más nervioso.
En
los andenes aún no se notaba el trajín matutino que según me habían contado,
era frecuente encontrarse. Los vagones casi vacíos permitían al viajero elegir
asiento, normalmente lo más lejos posible del resto de pasajeros. Me senté con
el grueso volumen de mi tesis sobre las piernas. Lo había encuadernado en piel
verde, con gruesas letras negras en las que se podía leer “Anatomía de las
clases sociales”. Fue en la estación de Guzmán el Bueno. Entró un señor mayor,
con muy buena planta. Soy malo calculando edades, pero pasaba tranquilamente de
los setenta, traje de chaqueta de tela gruesa, coderas en ambos brazos. No eran
aquellos adornos de joven modernito, de los que gastan gafas de pasta a modo de
currículo. Aquella chaqueta tenía más historia que un ciclo escolar entero. Lo
mismo decía su piel. Tez oscurecida por el sol, un moreno de esos que no se
busca y que con el tiempo deja unos surcos en la piel como las muescas de un
revolver. Su barba blanca era lisa y estaba muy bien cuidada. El detalle que me
puso sobre aviso es que llevaba un sombrero en la mano, se había descubierto la
cabeza al entrar, digna distinción de las buenas maneras. Apenas permaneció
sentado unos segundos, los justos para buscar acomodo a su paraguas negro y
sacar unas hojas de una carpeta color teja. Quitó las gomas de ésta con una
delicadeza que se me erizó la piel. Se levantó y entonces:
-
Buenos días señoras y caballeros. Me llamo Manuel Gómez de la Hiedra , antiguo pensador,
herrero y artesano. La vida me ha obsequiado varias maravillas, lo primero mi
mujer e hijos, un trabajo honrado y un hogar entrañable. Nunca me ha sobrado
nada pero nada eché en falta. No quiero limosna, sólo que valoren mi trabajo, y
de resultarles agradable, me den lo que buenamente consideren que vale. Buenos
días y muchas gracias por su atención.
Menuda
voz, impresionante dicción, vaya compostura. No había salido de mi asombro
cuando sus grandes ojos negros se posaron en mí. No dejo la hoja encima de mi
tesis, como hubiera hecho otro, pasando sin más. No. El se detuvo, me miró a
los ojos, me dijo “buenos días caballero” y me entregó un papel tamaño
cuartilla, con una abrumadora amabilidad que me impidió contestar. Descortesía la
mía. La hoja contenía una poesía, bella, estructurada, con un desalentador
inicio y un esperanzador final. Volví a mirarlo cuando llegaba al final del
vagón. Ese traje gastado, esos ojos vividos, esas manos tan cuarteadas como su
rostro. Sólo podían ser cicatrices de años trabajando al sol. Saqué la cartera
para sentir a continuación vergüenza por mi propio gesto. No llevaba encima
suficiente dinero para pagarle el “trabajo” como el mismo había descrito su
poesía, no tenía dinero como para hacerle ver que tras once meses de estudio,
de investigación, de lectura, que tras meses y años ciego, su trabajo había
sido regalarme la vista. Cuando estuvo a mi altura me puse de pie y le abracé.
-
Gracias- fue todo lo que pude decir.
-
Gracias a ti hijo- me dijo mientras me
apretaba fuerte contra él.
Salí
corriendo del tren, temiendo derramar la primera lágrima a la vista del resto
del pasaje, y no sabía en que estación estaba ni tampoco me importaba. Yo salía
hacia el destello de luz que provenía de la calle ya sin el grueso volumen
entre las manos, en las que solo guardaba la hoja del anciano. La tesis, mi
tesis, junto con mis prejuicios e ignorancia viajaban por aquel túnel oscuro.
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