Cuando M se miró en el espejo la
mañana del 24 de abril de 2050 el rubio vello de los brazos se le erizó al
recordar su edad. Cuarenta. Cuarenta años. Cuatro décadas. Le dio la sensación
de que, a partir de entonces, al ser plenamente consciente de su edad,
múltiples achaques de salud le sobrevendrían porque para M la cuarentena no
suponía un paso, sino un salto; uno al que no quería enfrentarse, para el que
esperaba otra ocasión mejor. Y eso teniendo en cuenta que era muy deportista,
siempre lo había sido, siempre había estado en pleno estado de forma y nunca
había tenido ninguna enfermedad grave que le impidiera seguir haciendo
ejercicio. Así que M calculó que llevaba unos veinticinco años haciendo
ejercicio y deporte de forma diaria. No fumaba y bebía alcohol con muy poca
moderación en muy pocas ocasiones. Y como para borrar todo aquel mal rollo
mañanero delante de su simétrico yo, se lavó la cara con agua fría, se secó
enérgicamente y salió a correr a la calle una horita antes de de tener que ir a
la oficina. El móvil indicó con una leve vibración que un mensaje había
llegado.
Al entrar en el edificio se cruzó
con bastantes conocidos de otras áreas con los que intercambió sólo miradas,
miradas con medias sonrisas cómplices y miradas con palabras educadas. Aprovechó
el tiempo que el ascensor dedicó a escupir personas para revisar todos sus
mensajes privados que llegaban por las distintas redes al mismo dispositivo.
Nada importante. La puerta se abrió en la última planta. Una sola persona. Al
llegar a su cubículo con la cabeza aún agachada fija en las noticias, la onda
expansiva de un vocerío de personas hizo que cortara su relación virtual de un
solo golpe.
-¡¡Felicidades!!
Unos abrazos, unos besos y ramo
de flores después cerró la puerta de su despacho de la unidad de crimen
cibernético de inteligencia. Se sentó frente a su mesa, desbloqueó su ordenador
y comenzó a revisar el trabajo. Ser mujer en aquel oficio y puesto no había
resultado sencillo en un mundo predominantemente masculino. Pero desde los veinte
había tenido claro lo que quería y lo había conseguido. A los diecisiete su
familia se había visto obligada a mudarse primero de ciudad y luego de país por
su culpa y ella se sintió en la obligación de reparar el daño. Por entonces
salía con un chico. Tuvieron una relación de un año hasta que ella decidió
acabarla y él hizo uso de las redes sociales a su alcance para deteriorar su
imagen colgando en distintos sitios fotos que antes pertenecían exclusivamente
a su intimidad, aderezadas con comentarios, números de teléfono y direcciones
de correo electrónico. La presión fue tal que M intentó suicidarse en una
ocasión. Sus padres optaron por cortar por lo sano y huir. Eso le salvó la
vida, aunque fue muy complejo limpiar su imagen virtual y real. Desde entonces
no volvió a mantener ninguna relación íntima con nadie más de una única vez. Ni
tampoco a hacer uso de las redes sociales de Internet. Hasta los veinticinco.
Entonces tuvo que renovar sus energías y su valor para entrar en crimen
cibernético y volver a volcarse de lleno en ese mundo.
Sin embargo, un único cabo medio
suelto quedó de todo aquello: el gusanillo por conocer gente desconocida y que
ellos la conocieran a ella. Lo meditó, lo estudió y lo convirtió en su
entretenimiento. Y aún lo practicaba. Una aplicación que permitía localizar
miembros de la red en la cercanía daba la facilidad de ponerles en contacto.
Así que con un mero intercambio de mensajes de texto breves y tal vez una foto,
M mantenía relaciones sexuales esporádicas a su elección. De aquella manera
paliaba su firme convicción de no volver a tener pareja sentimental nunca más.
Acordaba con la persona que fuese un lugar y una hora y allí empezaba y acababa
todo. Todos buscaban lo mismo y nadie se oponía. En ocasiones había decidido
echarse atrás en el último momento, y cuando la persona citada mostraba su
desagrado o incluso acechaba con violencia, ella mostraba su placa y se
identificaba como anti-cibercrimen, o usaba parte de la violencia para la que
había sido entrenada si vislumbraba algo de peligro físico.
Abrió la aplicación y se dijo que
se iba a regalar un polvo con algún loco como ella. En segundos volvió a
comprobar la cantidad de personas en busca de sexo puntual, posiblemente
solteros y posiblemente casados. Pero a ella le daba lo mismo. Examinó unos
cuantos perfiles seguramente ficticios hasta que dio con uno que le llamó la
atención:
Hoy es mi cumpleaños y los 40 se me van a hacer cuesta arriba. Sólo
hoy. Mañana salgo definitivamente de viaje. Soltero. Moreno. Físicamente normalito.
No tengas grandes expectativas.
Se dijo que por qué no. Y se
lanzó a la piscina.
-¿Tienes foto?
Pasaron quince minutos hasta que
M obtuvo respuesta.
-No. ¿Tú?
-No.
-Estamos iguales. Con una
diferencia. Tu perfil no dice nada de ti excepto que eres mujer.
-Lo sé. ¿Te fías?
-No.
-Haces bien. Yo tampoco lo haría.
M se desconectó. Más tarde
volvería a buscar de nuevo. Mientras tanto un equipo de profesionales de la
lucha contra el cibercrimen estaban en la sala de briefing esperándola. El día
podía plantearse complicado. Intentos con y sin éxito de hacking a páginas del
gobierno e instituciones, accesos a cuentas bancarias a pesar de todas las
medidas de seguridad obligadas, pequeños robos en establecimientos con uso de
identificadores duplicados y pornografía infantil eran el pan nuestro de cada
día y, como supervisora de operaciones, M debía planificar las estrategias para
pelear contra éstos y demás asuntos que fueran surgiendo, incluyendo ciber
acosos, su talón de Aquiles.
Tras la insulsa jornada de
trabajo, mientras tomaba unas cañas a cuenta suya con sus compañeros, volvió a
conectarse para buscar otro “regalo” de cumpleaños. Tenía tres nuevos mensajes
del cumpleañero.
Venga, me fiaré. Total va a ser sólo hoy.
Es una pena que te hayas ido.
Si vuelves escribe.
-A las 21 hrs. Hotel Druida.
Habitación 40. En tu honor.
-Allí estaré.
A las 21 menos diez minutos
llamaron a la puerta discretamente. Toc, toc. M abrió la puerta y casi le da un
infarto al reconocer al chico que veinticinco años atrás les había hecho la
vida imposible a él y a su familia. Pero al segundo se recompuso y, dándose
cuenta de que aquél no la había reconocido, se frotó mentalmente las manos
mientras su cabeza empezó a maquinar la mejor expiación.
Se acaba de hacer el mejor regalo
de cumpleaños que podía haber imaginado. Al final, pensó, los cuarenta no van a
empezar tan mal.
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