Lupa en mano y pipa en boca, el detective siguió el apenas perceptible
rastro que partía de la encimera de la cocina y se dirigía por el suelo hasta
la puerta. Tenía la intuición de que aquellas huellas le llevarían hasta bien
cerca, si no directamente a la resolución del caso. La mujer que denunció la
desaparición del preciado y valioso objeto no fue capaz de dar muchas pistas
sobre el qué o el quién. Pero su susto inicial ya había dado paso a la reacción
racional y describió con precisión dimensiones, peso, forma, color y valor. No
en todos los casos de robo como parecía ser aquel, la víctima había tenido
claro exactamente el objeto del robo. En otras ocasiones la cosa podía estar
más difusa y no se concretaba si el objeto era uno o eran varios, y en tal caso
cuántos y de qué características. Era preciso, pensaba el detective, que la
víctima tuviese la lucidez necesaria para colaborar con el investigador. Si no,
de nada servirían preguntas y primeras pesquisas. Serían sólo pérdida de
tiempo. De tiempo y de esfuerzo.
Aquel día por lo menos los primeros pasos e interrogatorios habían
tenido aparentes buenos resultados. Todo apuntaba a que el robo se había
producido en la cocina y a que el objeto del delito era uno solo y bien
definido. Así que el detective hizo caso a su primera corazonada y ya salía por
la puerta tratando de seguir aquellas huellas. Pensó para sí que no se trataba
de huellas habituales, lo cual le activó el mecanismo de vigilancia temiendo
encontrarse con inesperadas sorpresas.
Pelo. En el pasillo. Cabello corto y rubio. Podía tratarse de algo
casual o por el contrario de una nueva pista merecedora de estudio. Por el
momento lo cogió con sumo cuidado y lo depositó dentro de un pañuelo de papel
que guardó en el bolsillo de su chaquetilla. Si aquel pelo era del autor o
autora del robo, eso filtraba y reducía el espectro de búsqueda.
Líquido. Gotas. No era sangre. Pero eran cinco gotas transparentes.
Sacó su cámara digital portátil y tomó unas fotos del conjunto y después una
por una para tener más tarde constancia de la situación en general si fuera
necesario. Guardó la cámara y con el dedo tocó una de ellas. Eran viscosas, no
pegajosas, pero definitivamente no se trataba de agua. Acercó la lengua a los
dedos y el salado y almizclado sabor le despertó el sentimiento de haber
probado anteriormente aquello. Interesante, se dijo mientras avanzaba despacio.
El camino se bifurcaba y no fue sencillo decidirse. ¿Escaleras abajo o
pasillo a la derecha? Ni en los primeros escalones ni en los primeros metros de
pasillo que escudriñó con la mirada halló nada que le hiciera decidir cuál era
la trayectoria que el usurpador había podido tomar. Al final optó por las
escaleras puesto que el pasillo tan solo tenía una puerta al final que no era
sino un cuarto de aseo. En otras circunstancias habría dirigido sus pasos por
ahí para descartar definitivamente que éste había sido el camino tomado por el
ladrón, pero el tiempo apremiaba debido a la naturaleza del objeto robado. Así
pues descendió las escaleras con agilidad diciéndose a sí mismo que su
perseguido también lo habría hecho de ese modo. No obstante, el último escalón
habló.
Papel. Papel de aluminio. El asunto se ponía feo y requería
espontaneidad y premura. Aquel pedacito de papel de plata era lo que se temía y
no había tiempo que perder. Levantó la cabeza y vio la puerta que daba al
jardín abierta de par en par. Sus dudas empezaban a clarificarse y aquel
asunto, lejos de resolverse, se dirigía a un final sin remedio.
Más huellas y más trocitos de papel de plata, acompañados de papel
coloreado esta vez. El césped del jardín estaba plagado de ellos.
Instintivamente levantó la cabeza hacia la caseta del perro.
-¡Mamá, Bruno se está comiendo el chocolate!
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