-¿Cómo están los animales? –fue lo primero
que me preguntó mamá nada más entrar en la habitación del hospital.
-Bien, no te preocupes por nada, están
perfectamente. Te echan de menos y quieren que te recuperes pronto para volver
a verte.
Desde que tengo memoria he visto animales en
casa. Y cuando digo “casa” es CASA. No era extraño cruzarse por el pasillo con
un cerdo que paseaba. O tener que pedir permiso a las gallinas para poder
ocupar una plaza en el sofá del salón. O incluso encontrarse con un caballo en
el cuarto de baño cuando uno quería ir a hacer pis. Mi madre los trataba a
todos como un miembro más de la familia. Les hablaba, les aseaba, les daba de
comer… Así que el día que entré con un loro en el hombro, a nadie le pareció
raro. Ni a mi madre y hermanos, y tampoco al resto de seres vivos que lo vieron
llegar. El loro, nada más llegar, gruñó, agitó las alas y no volvió a posarse
sobre mi hombro. Enseguida descubrió quién manejaba aquella selva y casi no
volvió a separarse de mi madre. A casi todos los nuevos les pasaba lo mismo
hasta que cogían confianza. Ella les hablaba con palabras cariñosas, les ponía
un nombre y les buscaba su sitio en casa. Ramón, el mono, era el bromista. Le
escondía las cosas a mi madre para que ella las encontrara. Y ella le seguía el
juego hasta que se rendía y Ramón aparecía de nuevo con la cuchara de palo, el
cepillo del pelo o las alpargatas. Ella hacía con que le regañaba y aprovechaba
para rascarle. Y él encantado. Pedro, el gato, ayudaba en las tareas de
limpieza subiéndose a las estanterías altas y pasando el polvo con un trapo. Y
Paco, que así es como bautizó mi madre al loro, volaba por las mañanas hasta el
buzón de la entrada de la finca y recogía la correspondencia que traía con el
pico, a cambio de una manzana o unas semillas. Pero la realidad es que aquel
hotel de animales en el además vivíamos unas cuantas personas, era una locura.
A pesar de los esfuerzos de mi madre porque los animales o bien usaran el
inodoro, o bien salieran al exterior a hacer sus necesidades, era frecuentísimo
encontrar deposiciones no humanas en distintos lugares. Mi madre sabía
identificarlas perfectamente y siempre se dirigía al responsable a hacerle
partícipe de su desagrado. Nosotros le insistíamos en que era un esfuerzo
ímprobo. No era lo mismo conseguir que Paco trajera las cartas a que saliera de
la casa a hacer sus necesidades. Pero ella estaba convencida de que era
cuestión de educación, y, como a las personas, se les podía enseñar con premios
y castigos. Aparte de las deposiciones, había otro tipo de restos en forma de
pelos, pieles y plumas, pero esos eran inevitables.
-Mamá, no te entienden, no sigas
intentándolo.
-¡Claro que me entienden! Pero se hacen los
comodones. Y saben que si quieren comer, tienen que arrimar el hombro. Mira a
Lucio como tira del molino. Porque sabe que luego le doy su pienso y su paja
sequita para que descanse.
Y no se la podía convencer de que los
animales eran eso, bestias.
Cuando mi madre se puso enferma, todos
pensamos que la casa se vendría abajo. Los animales los primeros. Así que, como
si supieran que aquello iba para largo, ellos mismos empezaron a ser más solidarios,
entre ellos mismos y con nosotros, minoría absoluta. Se les comenzó a notar
también algo más tristones y la casa, que antes parecía la pista central de un
circo, se fue apagando de ruidos. Y al final el cáncer pudo con mi madre. La
enterramos donde a su marido junto al tronco y bajo las ramas del árbol preferido
de ambos: el sauce llorón, curioso para una pareja que cuando más tristes
estaban sonreían. Al acto acudieron los animales por voluntad propia.
Al día siguiente me desperté con una
sensación extraña en el cuerpo. Ya había amanecido y apenas se oía un ruido en
la casa. Era cierto que los animales últimamente habían bajado la intensidad en
sus comunicaciones, pero aquello era distinto. Boquiabierto y ojiplático es
poco decir de la cara que se me puso cuando bajé de mi dormitorio y puse el pie
en el salón. Estaba vacío. No quedaba ni un solo bicho. Recorrí hasta el último
rincón de la finca para confirmar que todos los animales se habían despedido el
día anterior de su madrina y durante la noche habían desfilado en absoluto
silencio para no tener que dar explicaciones a ningún humano.
Algo cabizbajo fui hasta el buzón de la
entrada para recoger la correspondencia yo mismo. En el momento en el que abrí
la portezuela Paco aterrizó sobre el cajetín. El susto hizo que diera con mi
culo en la tierra del camino de entrada. Me quedé mirándole y él mirándome a
mí.
-¿Por qué os habéis ido?
Paco gruñó.
-¿Dónde vais a ir?
Paco emitió otro gruñido algo más gutural.
-Mamá tenía razón, ¿verdad? Entendéis
perfectamente todo lo que decimos.
Paco movió su cuello arriba y abajo, arriba y
abajo.
-Y no creéis que nosotros seamos capaces de
cuidar de vosotros como ella, ¿cierto?
El cuerpo de paco se balanceó de izquierda a
derecha, de izquierda a derecha. Yo vacilé un momento.
-Tienes razón, ¿sabes? Pero te propongo un
trato: vuelve con los demás dentro de tres meses y te sorprenderás.
Paco gruñó, parpadeó dos veces y salió
volando.
Pasado ese tiempo, una interminable fila fue
desfilando ante la puerta del nuevo Hotel Animales. Mis hermanos y yo habíamos reformado
y acondicionado la granja entera para dar la posibilidad de hospedar a aquellos
que durante tanto tiempo fueron parte de nuestra propia familia y a otros
muchos que se sumaron gracias a la labor pico a oreja que Paco llevó a cabo.
Todos tuvieron su lugar. Posiblemente fuera una locura, pero estábamos seguros
de que nuestra madre habría estado orgullosa del resultado.
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