Yo
sólo quería unos zapatos nuevos. Nada más. No creo que fuera tan complicado de
procesar y entender. Había estado pasando por delante de la zapatería los
últimos tres meses y allí habían estado, inamovibles, con todo su lustre, a la
vista de los viandantes. Y nadie los había comprado. Sabía que eran los mismos
y que no los habían repuesto porque con el paso de los días y mi meticuloso
escrutinio de ese par, había percibido una tara en el filis izquierdo. Siempre
me había hecho mucha gracia eso del “filis”, palabro por otro lado más habitual
de lo que pudiera parecer en una casa en la que vivíamos seis personas y todos
heredábamos la ropa de los anteriores. Así que no os quiero ni contar cuántos filis
había puesto nuevos el zapatero de mi barrio. Mi padre me mandaba llevar los
zapatos para su arreglo y a mí me encantaba ir. El zapatero llevaba siempre
puesto un delantal de paño, de un color indescriptible, que le daba un aura que
me fascinaba. Yo de mayor quería ser como aquel hombre, quería ser zapatero. Luego
no. Llegué a la conclusión que debían ser los efluvios de la cola con la que
fijaba el filis que me embriagaba y me sumía en un trance demasiado profundo
para mi corta edad.
El
caso es que aquel zapato izquierdo tenía una fina raya que acompañaba a la
suela por todo el contorno, y que lo diferenciaba de su par. Llegué a
obsesionarme con aquellos zapatos. El negro betún le confería una elegancia que
por otro lado estaba acorde con su disparatado precio, porque al margen de mi
exiguo presupuesto, que obviamente no me daba para adquirir aquella joya, creo
sinceramente que nadie debiera pagar doscientos euros por un par de zapatos.
Aunque vengan con un ejército de masajistas de pies incorporados.
El
zapatero, un hombre mayor, con ese gesto entrañable que tienen las personas
mayores que han transitado felizmente por la vida, les pasaba un plumero cada
día, para que no cogieran polvo, y con un gesto rayando lo patológico, los
colocaba perfectamente alineados el uno con el otro y el par en perpendicular
al catoncillo que recogía el desproporcionado precio. Aquella rutina me erizaba
la piel.
Pasó
la primavera y nadie quiso llevárselos a casa. Pero es que pasó entera, del 21
de marzo al 21 de junio. Tres meses clavados en los que ninguno de los
ignorantes que habían entrado en el establecimiento se habían siquiera fijado
en ellos. Mucho modernito irritante con esas chancletas asquerosas de colores,
roídas por el tiempo, el uso. Esos jóvenes que ahora vestían de cualquier
manera, con el tiro del pantalón por las rodillas, anchas sudaderas y
zapatillas de lona. El tiempo había hecho mella en la elegancia y las formas.
Una vez entrado el verano supe que aquellos zapatos quedarían huérfanos de pies
que los calzaran, el calor no era buena acompañante de aquella herramienta de
distinción y clase. Para el periodo estival siempre era mejor unos náuticos,
aunque chocara con el hecho de que en Madrid, tal y como repetía la canción, no
hubiera playa.
Una
vez supe que nadie se haría con aquel par, decidí que entraría en la tienda y
se los pediría al zapatero. No podía pagarlos, pero podía darles el destino que
merecían, y estaba seguro que un hombre que les había procurado el cuidado que
yo había observado desde el escaparate, lo entendería. Me levanté temprano y me
afeité con mi antigua Thiers-Issard, con empuñadura de marfil, en ese ritual
que cualquier persona distinguida debía invertir el tiempo que fuera necesario.
Jabón, brocha y navaja. Todo ello sobre una tinaja de aluminio antiguo, con
jarra de loza repleta de agua tibia. Toalla de hilo.
El
traje de domingo sobre el galán de noche, con la pajarita planchada sobre los
hombros de la americana. Todo estaba dispuesto, todo salvo los zapatos, que
bajo el galán se veían lejos de lo que se podía esperar del resto del atuendo.
Como amenazaba lluvia, salí con el paraguas, largo, con final en punta metálica
y rigurosamente negro. El paraguas no era sólo un protector para la lluvia, no.
Los lords ingleses habían extendido su uso como signo de buenas formas, con ese
golpe de muñeca que acompañaba a cada paso, con la misma cadencia y armonía.
Decidido entré en la tienda, tras observar que los zapatos, tal y como había
pasado los últimos tres meses, seguían en su atril, con su filis izquierdo
rayado, sin una mota de polvo.
Allí
estaba plantado el anciano con ese aire entrañable, con esa sonrisa educada,
camisa y chaleco como antiguamente, perfectamente afeitado y dispuesto al buen
trato con los clientes. Sin duda entendería mi mensaje, sabría comprender la
importancia del gesto, es más, muy probablemente terminaría por agradecerme él
a mí la misión que iba a emprender.
Pues
no. No lo entendió. Y aquellos zapatos iban a ser míos. Así que tuve que
matarlo. Tampoco me parecía tan complicado de entender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario