Apolonio se levantó por la mañana como un día
cualquiera lo habría hecho. Era un día cualquiera al fin y al cabo. Se abrasó
la lengua y la garganta con el café bebido de un sorbo, como siempre, y se
metió en la ducha. Como un día cualquiera se echó jabón en los ojos y quedó
temporalmente ciego hasta que el escozor pasó. Aquel día también se puso un
calcetín de cada color, como bien podía ser habitual, y salió a la calle en
busca de su coche. Llegó a la oficina tarde – o temprano, tanto daba – para
cerrar los oídos disimuladamente ante las broncas y amenazas de su jefa, tras
lo cual tomó un segundo café para que terminara de revolverle el estómago y purgarlo en los
váteres, como sucedía día sí y día no. Y el resto de la jornada de trabajo
continuó de aquel modo, sin pena ni gloria. Tristeza tras ilusión, despropósito
tras propósito, estrepitoso fracaso tras pobre intento.
A las siete de la tarde llegó a la conclusión de que
no había estado mal como viernes desastroso y recogió su solitario coche del
parking para volver a su solitaria vida en casa. Al menos en la oficina estaba
rodeado de más gente de verdad, gente con sus vidas, con sus inquietudes, con
sus alegrías. Gente normal – o anormal, tanto daba – que inconscientemente le
hacían compañía. Apolonio posaba sus ojos sobre el semáforo, que ya se había
puesto en verde hacía un rato, pero en realidad su mirada atravesaba aquella
luz y se estrellaba en el firmamento.
Un brusco movimiento le sacudió y pasaron una
eternidad de milisegundos hasta que se diera cuenta de que un coche le había
impactado. Sin parpadear, sus ojos miraron por el retrovisor donde unas manos
sujetaban una cabeza propietaria de una hermosa melena rubia. Entonces volvió a
la realidad con una serie de seguidos parpadeos. Abrió la puerta del coche,
bajó y se dirigió hacia el que tenía detrás.
-¿Está usted bien, señorita?
-¡Uf¡ Estoy viva, que creo que ya es mucho. Vengo
despistadísima y sólo había visto la luz verde. Perdona el intento de intrusión
de mi motor en tu maletero.
La joven se apeó aturdida de su también perjudicado
vehículo, el cual sólo se había quedado en el intento. Entre ambos retiraron
los restos de una calle sin tránsito, ni tráfico, ni miradas detrás de ninguna
cortina de ninguna casa. Estaban solos. Y una farola. Hablaron con tranquilidad
y educación del accidente. Ni una palabra más alta que la otra. Ni una
recriminación, sólo reconocimiento y responsabilidad. Tras el papeleo y toma de
respectivos datos, ella volvió a hablar con su aseguradora para confirmar:
-Ya viene. La grúa digo.
Y llegó. La grúa. Y se llevó su coche, pero ella se
quedó.
-No hay taxis por aquí – informó Apolonio.
-Ya lo sé. Me llevas tú.
-Hoy es mi cumpleaños. Te invito a cenar.
-Acepto.
-Y tomamos luego una copa.
-Sí, así me da tiempo a pensar tu regalo.
-Sí. No me gustaría quedarme con el radiador de tu
coche en el maletero como prenda.
Cenaron. Tomaron una copa. Hicieron el amor – como
regalo, tanto daba. Se despidieron hasta otro día. Apolonio no se podía creer
que precisamente el día de su cumpleaños los planetas se hubieran alineado para
que el devenir de los acontecimientos hubiera transcurrido como lo recordaba. Y
lo recordaba muy bien, con mucho detalle y datos concretos de direcciones,
matrículas, horas y peinados.
Y al despertar recordó con más detalle aún si cabe
cada minuto. Las manos que sujetaban una cabeza con una hermosa melena rubia,
en realidad sujetaban sólo una cabeza. No había melena rubia que colgara,
porque el tipo del coche de atrás era calvo. No hubo ningún “¿Está usted bien
señorita?” después de acercarse al otro coche, porque nunca se acercó hasta
allí, sino que fue el tipo calvo el que se acercó hasta él con los ojos fuera
de sus órbitas increpándole con lindezas del tipo “¡pedazo de cabrón,
responde!” o “gilipollas, ¿por qué no has arrancado si me veías venir sin
frenos?”. No hubo una calle tranquila y vacía sin testigos de los hechos. Al
contrario, ante el ruido del frenazo y el impacto y los gritos inmediatos, se
arremolinó en la avenida gran cantidad de público que vio su actuación estelar
cuando dijo “hoy es mi cumpleaños”, lo que provocó que el tipo calvo ardiera en
la pira de su propia ira y le premiara con un obsequio tras otro en forma de
puñetazos, patadas e incluso un cabezazo en la nariz.
Pulsó el botón para que se acercara la enfermera y
le dijo que era su cumpleaños, que si le podía regalar una aspirina – o un
paracetamol, tanto daba.
Viajar imaginando geografías caprichosas y livianos vuelos entre oquedades imposibles, tanto da, amargas hieles, dulces mieles, tanto da...
ResponderEliminarQuizá nada sea lo que parece, quizá los sueños alimenten las ilusiones, quizá las aspirinas sepan dulces... Ahí va otro cuento: "No hay dos días iguales" http://yolandajimenezescritora.wordpress.com/cuentos-y-relatos/
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