miércoles, 22 de mayo de 2013

#52 TANTO DA



Apolonio se levantó por la mañana como un día cualquiera lo habría hecho. Era un día cualquiera al fin y al cabo. Se abrasó la lengua y la garganta con el café bebido de un sorbo, como siempre, y se metió en la ducha. Como un día cualquiera se echó jabón en los ojos y quedó temporalmente ciego hasta que el escozor pasó. Aquel día también se puso un calcetín de cada color, como bien podía ser habitual, y salió a la calle en busca de su coche. Llegó a la oficina tarde – o temprano, tanto daba – para cerrar los oídos disimuladamente ante las broncas y amenazas de su jefa, tras lo cual tomó un segundo café para que terminara de  revolverle el estómago y purgarlo en los váteres, como sucedía día sí y día no. Y el resto de la jornada de trabajo continuó de aquel modo, sin pena ni gloria. Tristeza tras ilusión, despropósito tras propósito, estrepitoso fracaso tras pobre intento.

A las siete de la tarde llegó a la conclusión de que no había estado mal como viernes desastroso y recogió su solitario coche del parking para volver a su solitaria vida en casa. Al menos en la oficina estaba rodeado de más gente de verdad, gente con sus vidas, con sus inquietudes, con sus alegrías. Gente normal – o anormal, tanto daba – que inconscientemente le hacían compañía. Apolonio posaba sus ojos sobre el semáforo, que ya se había puesto en verde hacía un rato, pero en realidad su mirada atravesaba aquella luz y se estrellaba en el firmamento.

Un brusco movimiento le sacudió y pasaron una eternidad de milisegundos hasta que se diera cuenta de que un coche le había impactado. Sin parpadear, sus ojos miraron por el retrovisor donde unas manos sujetaban una cabeza propietaria de una hermosa melena rubia. Entonces volvió a la realidad con una serie de seguidos parpadeos. Abrió la puerta del coche, bajó y se dirigió hacia el que tenía detrás.

-¿Está usted bien, señorita?
-¡Uf¡ Estoy viva, que creo que ya es mucho. Vengo despistadísima y sólo había visto la luz verde. Perdona el intento de intrusión de mi motor en tu maletero.

La joven se apeó aturdida de su también perjudicado vehículo, el cual sólo se había quedado en el intento. Entre ambos retiraron los restos de una calle sin tránsito, ni tráfico, ni miradas detrás de ninguna cortina de ninguna casa. Estaban solos. Y una farola. Hablaron con tranquilidad y educación del accidente. Ni una palabra más alta que la otra. Ni una recriminación, sólo reconocimiento y responsabilidad. Tras el papeleo y toma de respectivos datos, ella volvió a hablar con su aseguradora para confirmar:

-Ya viene. La grúa digo.

Y llegó. La grúa. Y se llevó su coche, pero ella se quedó.

-No hay taxis por aquí – informó Apolonio.
-Ya lo sé. Me llevas tú.
-Hoy es mi cumpleaños. Te invito a cenar.
-Acepto.
-Y tomamos luego una copa.
-Sí, así me da tiempo a pensar tu regalo.
-Sí. No me gustaría quedarme con el radiador de tu coche en el maletero como prenda.

Cenaron. Tomaron una copa. Hicieron el amor – como regalo, tanto daba. Se despidieron hasta otro día. Apolonio no se podía creer que precisamente el día de su cumpleaños los planetas se hubieran alineado para que el devenir de los acontecimientos hubiera transcurrido como lo recordaba. Y lo recordaba muy bien, con mucho detalle y datos concretos de direcciones, matrículas, horas y peinados.

Y al despertar recordó con más detalle aún si cabe cada minuto. Las manos que sujetaban una cabeza con una hermosa melena rubia, en realidad sujetaban sólo una cabeza. No había melena rubia que colgara, porque el tipo del coche de atrás era calvo. No hubo ningún “¿Está usted bien señorita?” después de acercarse al otro coche, porque nunca se acercó hasta allí, sino que fue el tipo calvo el que se acercó hasta él con los ojos fuera de sus órbitas increpándole con lindezas del tipo “¡pedazo de cabrón, responde!” o “gilipollas, ¿por qué no has arrancado si me veías venir sin frenos?”. No hubo una calle tranquila y vacía sin testigos de los hechos. Al contrario, ante el ruido del frenazo y el impacto y los gritos inmediatos, se arremolinó en la avenida gran cantidad de público que vio su actuación estelar cuando dijo “hoy es mi cumpleaños”, lo que provocó que el tipo calvo ardiera en la pira de su propia ira y le premiara con un obsequio tras otro en forma de puñetazos, patadas e incluso un cabezazo en la nariz.

Pulsó el botón para que se acercara la enfermera y le dijo que era su cumpleaños, que si le podía regalar una aspirina – o un paracetamol, tanto daba.








2 comentarios:

  1. Viajar imaginando geografías caprichosas y livianos vuelos entre oquedades imposibles, tanto da, amargas hieles, dulces mieles, tanto da...

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  2. Quizá nada sea lo que parece, quizá los sueños alimenten las ilusiones, quizá las aspirinas sepan dulces... Ahí va otro cuento: "No hay dos días iguales" http://yolandajimenezescritora.wordpress.com/cuentos-y-relatos/

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