Gillespie es la discoteca de moda y más éxito
de la zona. Está situada en la Avenida Principal, arriba del todo y ocupa toda
una manzana. La gente se aglomera en la entrada desde antes de las diez de la
noche, que es cuando abre. Aunque sólo hay una entrada, ésta es muy grande y
está dividida en tres para poder controlar mejor el acceso de la gente y evitar
largas esperas. En cada una de las tres subentradas hay dos porteros. Son tipos
grandes y están ahí para que no se cuelen especímenes no-adecuados. Primero
hacen un estudio íntegro visual de cada individuo que se dispone a entrar en el
local. Aquí entra en marcha el primer filtro. Ellos son los encargados de saber
discriminar y diferenciar quiénes a simple vista son individuos que se
encuentran entre los límites de lo normal-especial hasta lo exclusivo. Todo lo
que esté por debajo de normal-especial es despreciado y no se le permite la
entrada, ni a él ni a sus acompañantes, para evitar posible contagio de
normalidad-común y/o anormalidad. El segundo filtro es a voluntad del portero.
Se trata de un cacheo en busca de objetos que puedan considerarse armas en un
momento dado. El portero decide a quién cacheará en cada momento y hasta dónde,
alegando seguridad. Si el cliente no desea someterse al registro, puede
voluntariamente despreciarse a sí mismo y alejarse para que los porteros
continúen su trabajo. Podría parecer un acto de prepotencia justificada, pero
hasta el momento lo cierto es que el Gillespie no ha recibido ninguna queja en
cuanto al trato recibido por los porteros, cosa que distingue a su vez el
negocio de otros cercanos con conocidos abusos de supuesta autoridad por parte
de los puertas, que se creen los dueños de los locales y de las calles en las
que están situados. En el caso del Gillespie, las noticias y los programas del
corazón han llegado a hacer entrevistas a los porteros para mostrar auténticos
ejemplos de profesionalidad. El público ya conoce tanto el local, como el
estilo, como al personal y siguen fieles a su tendencia.
Uno de los trabajadores es Ramón Luque, Mon
para los conocidos y amigos. Mon es el DJ. Mon es un tipo, como no podría ser
de otra manera, especial y particular. Mon hace viajes mensuales a Londres y
Nueva York para estar al día de las tendencias en cuanto a moda y siempre trae
algo nuevo de sus viajes que luce con un estilo espectacular, y también en
cuanto a música, para tener al público a la última de lo que fuera de España se
mueve y hace mover el cuerpo. Mon se toma su trabajo muy en serio, le gusta y
además lo hace bien. Es muy reconocido a nivel nacional y también internacional
cuando se dan concentraciones de DJs en distintos países. Y además, Mon está
buenísimo. Todas las camareras del Gillespie lo pensamos. A todas nos tiene
locas a pesar de tener el ego demasiado subido y no considerarnos de su mismo
nivel. Cuando nos mira, que lo hace bastante poco a pesar de nuestra evidente
pérdida de juicio por sus huesos, no dice básicamente nada y su mirada emite un
veredicto de culpabilidad en cuanto a estilo. Su ceja izquierda levantada por
encima de lo que cubren sus gafas de sol y su boca torcida están pensando
“chicas, cambiad ya, que os estáis echando a perder”. Aún así no me he rendido
y esta noche voy a llevármelo a la cama. Esta noche lo conseguiré.
A las diez, como cada noche, las chicas
comenzamos a servir copas. Yo estoy detrás de una de las cuatro barras
interiores junto a Lola. Llevamos trabando juntas ya tres años y nos
compenetramos muy bien. Cuando hay aglomeración de trabajo sabemos lo que
necesitamos la una de la otra sin abrir la boca. Cuando necesito hielos porque
se me han acabado, me giro y ahí está Lola estirando el brazo hacia mí con un
cubo lleno sin mirarme. Cuando a Lola se le ha caído el abrechapas, antes de
decir nada ya le he hecho llegar uno resbalando por la barra hasta sus manos.
No somos grandes amigas porque no queremos romper nuestro buen rollo detrás de
nuestra barra. En cada una de las otras barras hay también dos chicas y en la
grande de la terraza, tres. El encargado, Javier, y sus dos acólitos se pasean
constantemente por todas las barras por si necesitamos algo: reponer bebidas,
cambio en la caja o un beso en la boca. Se creen bastante dueños del Gillespie.
Y lo son, ciertamente. Las dos primeras horas de trabajo son mortales. La gente
se agolpa como si hubiera estado en huelga de sed durante días. Un rato antes
de medianoche las barras se quedan más vacías. La gente cambia de local o ya
han bebido frenéticamente y se lo están tomando con más calma. Esto me da algo
de holgura para poder fijarme habitualmente en Mon cuando entra por la puerta a
las doce en punto. Saluda antipáticamente siguiendo su propio estilo a la gente
que conoce y se dirige directamente a su puesto. Cruza unas palabras con
Marcos, el pincha que le precede las dos primeras horas, y comienza su
espectáculo que durará cinco horas seguidas, sin descanso.
Hay algo que me mata durante esas cinco
horas: las empañalunas. Las empañalunas son las chicas que han perdido toda su
dignidad y están toda la noche acercándose a la pecera de Mon a pedir tal o
cual tema. El cristal les suele quedar como media a la altura del cuello, con
lo cual, puesto que la música está muy alta y quieren acercarse mucho a Mon
para incluso tocarle el pelo, aplastan sus escotes y sus pechos contra el cristal.
Al final de la noche ese cristal que se limpia cada día, deja de ser
transparente para cubrirse de huellas de manos, huellas de pechos, maquillaje y
sudor. Y Mon levanta media sonrisa porque sabe que una de ellas acabará
sumisamente desnuda en su catre. No soporto a las empañalunas, y mucho menos
esta noche.
Termino de servir una copa, miro el reloj y
son precisamente las cinco. La noche se me ha pasado volando hoy. En ese
instante, como cada noche, Mon baja mucho el ritmo y el volumen de la música y
enciende las luces para ir dispersando a
los clientes, que lo habitual es que se queden casi una hora más. En las barras
ya no ponemos más copas a los clientes. Yo preparo dos gintónics y me voy
directa a la pecera.
―Has estado muy bien esta noche ―sé que a Mon
le encanta que le alaben su trabajo. Le extiendo la copa―. ¿Sed?
―Gracias, Lola.
Le rompería el vaso en la cabeza por llamarme
Lola, si no es porque me lo quiero tirar hoy mismo. Y lo de gracias no estoy
segura si es por la copa o por el halago. Más bien creo que por lo segundo,
porque sigue sin mirarme y recogiendo sus cosas.
―Mon… ―me he quedado un poco muda. Esto lo
tenía que haber preparado antes. Estoy gilipollas.
―Qué.
―¿Qué tal te ha ido en Berlín estos días? ―Volvió
ayer.
―Bien, como siempre.
―Mon.
―Qué.
―¿Y si nos vamos tú y yo ahora mismo a mi
casa?
Mon me mira ahora directamente a la cara y en
ese momento entra Javier por la puerta.
―¡Mon, cojonudo, tío! ―Y le guiña un ojo. Me
mira ahora a mí―. ¡Tú, a mi despacho ahora! ¡Sal ya, que tengo que comentarle
una cosilla al rey de los DJs!
No me puedo creer que tuviera valor para
decirle a Mon que nos fuéramos él y yo. Pero, ¡zas!, lo hago. Y en ese momento,
cuando se va a resolver la situación… ¡entra el jefe y me echa de allí! ¡No me
lo puedo creer! Javier en general es un tío muy agradable. Es divorciado,
cuarentón, con indicios de algunas canillas que se empiezan a multiplicar, lo
cual le hace bastante atractivo. Es muy trabajador, activo y paga muy bien.
Además es divertido, suele estar de buen humor. Es coquero. Así que es posible
que una cosa sea consecuencia de la otra. Ahora mismo no caigo en ninguna de
nosotras, las camareras, a la que no se haya beneficiado. Y en más de una
ocasión. Es un seductor, sabe lo que cada una quiere. Ninguna estamos pilladas
por él, pero en un momento dado es un desahogo. Él lo sabe y también se
aprovecha. ¿Un cerdo? Realmente no. No nos ha obligado a nada, ni nos ha
amenazado con despedirnos, ni nada. A mí por lo menos no. En cuanto entre en su
despacho pienso decirle que me deje en paz, que pensaba irme con Mon. Pero
antes quiero ir al baño, han sido muchas horas de pie y sin parar. Cuando salgo
me dirijo al despachito que tiene Javier en el piso de arriba. Desde fuera no
se ve el interior, pero desde dentro tienes una visión panorámica de todo el
local, incluida la terraza. Lo tiene decorado con muy buen gusto. Algo clásico
para mí, pero no antiguo. Muchas líneas rectas, lo que se puede considerar
moderno, aunque no trendy. Javier no
está a la última, pero eso no hace que el negocio vaya mal. El local para el
público es otra cosa. Ahí, en su momento, se dejó asesorar. La puerta del
despacho está medio abierta.
―¿Javier? ―Me asomo con respeto antes de
entrar. Un brazo sale de detrás de la puerta, me sujeta con fuerza la cintura y
Javier me aprieta contra su cuerpo―. ¡No, Javier! Escucha: hoy no, hoy tengo
otros planes.
―¿Sííí? ¿No te refieres a eso, verdad? ―Y me
acerca al ventanal desde donde veo cómo Mon está arrastrando por el brazo a una
puta empañalunas hacia la salida.
―Mierda. ¡Joder, Javier, es culpa tuya! ―le
reprocho.
―No, corazón. Ha habido mucho trabajo esta
noche y no te has dado cuenta, pero esa cerda lleva enseñándole algo más que el
escote a vuestro amado Mon desde que llegó. Él ya tenía sus planes. Te lo juro.
―He quedado fatal ―me avergüenzo.
―No demasiado. ¿Por qué crees que he entrado
en la pecera como un elefante en una cacharrería? Iba a rescatarte de la
humillación a la que inconscientemente te habías arrojado ―dice Javier mientras
me mira y me acaricia el pelo con ternura. A veces pienso que es como el padre
enrollado que nunca he tenido. Me aparta del ventanal―. Escucha: tengo un regalo.
Sobre la mesa del despacho Javier tenía
preparadas unas rayas de coca encima de un espejo. Hace tiempo que Javier
conoce mi afición ocasional al sniff. Por entonces tuve una charla seria con él
en la que me advirtió que, al menor síntoma de verme colocada en el trabajo o
con ademanes de yonki, me ponía de patitas en la calle sin el menor resquemor. Él
se droga con frecuencia, pero nunca ha dado la más mínima sensación de estar
colgadísimo. Como buen ejecutivo modernito que se considera, se mete sus lonchitas
de vez en cuando. Y parece que esta noche es una de esas veces. Y además me
invita. Javier y yo hacemos uso de esas rayitas preparadas, yo por desengaño,
él, no lo sé. Muchas risas, muchos besos, mucha música, coche descapotable,
piso de Javier –lo sé porque ya he estado antes-, y mucho y muy divertido sexo.
Es lo malo que tiene el tren de la bruja, que cuando subes ya es imposible
bajar.
Cuando quiero ser consciente de mi cuerpo,
estoy saliendo de casa de Javier mientras él se ha quedado dormido. Cojo un
taxi e intento hacer un poco de balance desde que Javier me saca de la pecera
hasta que salgo de su casa. ¿Cómo es posible que me haya dejado abandonar de
esa manera? Vale que Mon sea un gilipollas aunque esté muy bueno. Vale que
Javier se porte muy bien conmigo a pesar de sacarme casi veinte años. Pero, ¿y
yo? ¿Qué pienso yo de mí misma? No es la primera vez que la coca me lleva a
hacer lo que ella quiere sin consultarme. Es muy probable que todas las veces
me lo haya pasado de fábula, pero no recuerdo con exactitud ninguna de ellas
como para poder redisfrutarla cuando a mí me dé la gana. Así no puedo. No estoy
enganchada y es la forma de cortar con ello. Quiero que me dé asco. Le pediré a
Javier que no me vuelva a ofrecer en la vida. Eso y que me devuelva las bragas
que me he olvidado en su casa. ¿Con qué cara se lo pido?