Había cumplido su sueño
de infancia. Ante él se alzaba el público rompiendo en aplausos cuando el último acorde dejó en suspense un
final que había que interpretar.
Cada uno de los que presenciaba aquel concierto debía poner música al final,
componer su propia partitura y finalizar con una triste retirada o una alegre
función.
Llevaba mucho tiempo preparándose, desde que hacía
dos años el terapeuta al
que asistía le recomendó una ocupación. Siempre había querido tocar el violín,
pero su padre primero y el paso del tiempo con sus responsabilidades y falta de
tiempo después, le habían impedido desarrollar esa faceta creativa que escondía desde pequeño. En una casa de
empeños compró un viejo violín, lo llevó a arreglar a un luthier y a cambio de pequeños recados éste se lo puso a
punto y le regaló un arco de madera
de Brasil emocionado por la ilusión
que ponía ese tan
particular cliente.
Llegaron los ensayos sin ostentosos locales, bajo algún techo en plena calle, resguardado en templetes de los que no
faltaban en las plazas de los pueblos. Un atril construido con unas varas
recogidas de un contenedor. Y cuando estaba en posición, pasaba sus dedos por las crines del arco, fijaba el violín al cuello y en una suerte de viaje a cualquier parte empezaba a
tocar. Al principio aquello distaba mucho de una melodía, sacando a relucir la desigual distribución de entusiasmo y destreza. Pero sus particulares sesiones de
ensayo daban sus frutos, los terapéuticos
al menos. Aunque seguía acompañado de su perenne brik de vino tinto y no le abandonaba su ropa
sucia y sus manos castigadas por la intemperie, su ánimo escapaba del despido, del posterior divorcio y de la lejanía de esa hija que condicionada por el deterioro de su padre se
refugió lejos de él, y así hasta hoy. A estas
alturas sería una joven de más de veinte. Y ése era su gran
pesar, lo que más espesaba sus
movimientos mientras acariciaba las cuatro cuerdas de aquel violín convertido en tratamiento, en medicina para olvidar.
Así continuó, tocando y olvidando. Bebiendo para compensar las penas que no se
diluían con la música. Y tocaba para sí,
para nadie, para el terapeuta, sin público
y a su vez para todos. Lanzaba al airé partituras que cada vez eran más reflejo de aquellas corcheas, de aquellas melodías que un día crearon otros, y
que él transitó desde el maltrato inconsciente a una obra maestra a la
interpretación soberbia de una
idea original.
La noche anterior a su particular estreno tiró el brik de vino a una papelera, aun quedando más de la mitad de su dosis de olvido, y se acomodó como siempre hacía
encima de una rejilla de ventilación
del metro. Durmió del tirón con el violín bajo el brazo. A
la mañana siguiente se
regaló un desayuno de ésos que hacía tiempo no
probaba. Un café con leche con una
tostada en el café de la Ópera.
Con la satisfacción
y los nervios que se sienten cuando uno está a punto de culminar un gran proyecto acarició las crines del arco como tantas veces y se colocó el violín al cuello cuando
aún el público no había hecho acto de presencia.
Fue el primer acorde el que llamo la atención del respetable.
Y siguieron unos momentos que no será capaz de recordar pues sus ojos cerrados viajaron por una vida de
tormentos, salpicados de alegrías,
de caricias de su hija, de las risas de la que fue su mujer, del acomodo de la
que un día fue su casa.
Repasó los viajes que
hicieron cuando aún eran una familia,
cómo disfrutaba de las tardes de los sábados de los amigos, de las miradas fugaces, de la puesta de sol,
de la nieve en Madrid.
En todo eso pensaba cuando el último acorde se perdió
por la calle Preciados en ese escenario improvisado, y el público allí congregado arranco
en una ovación que le trajo de
vuelta a la realidad. Y ya no sonaba tan mal.
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