miércoles, 1 de enero de 2014

#83 EL CONCIERTO



Había cumplido su sueño de infancia. Ante él se alzaba el público rompiendo en aplausos cuando el último acorde dejó en suspense un final que había que interpretar. Cada uno de los que presenciaba aquel concierto debía poner música al final, componer su propia partitura y finalizar con una triste retirada o una alegre función.

Llevaba mucho tiempo preparándose, desde que hacía dos años el terapeuta al que asistía le recomendó una ocupación. Siempre había querido tocar el violín, pero su padre primero y el paso del tiempo con sus responsabilidades y falta de tiempo después, le habían impedido desarrollar esa faceta creativa que escondía desde pequeño. En una casa de empeños compró un viejo violín, lo llevó a arreglar a un luthier y a cambio de pequeños recados éste se lo puso a punto y le regaló un arco de madera de Brasil emocionado por la ilusión que ponía ese tan particular cliente.

Llegaron los ensayos sin ostentosos locales, bajo algún techo en plena calle, resguardado en templetes de los que no faltaban en las plazas de los pueblos. Un atril construido con unas varas recogidas de un contenedor. Y cuando estaba en posición, pasaba sus dedos por las crines del arco, fijaba el violín al cuello y en una suerte de viaje a cualquier parte empezaba a tocar. Al principio aquello distaba mucho de una melodía, sacando a relucir la desigual distribución de entusiasmo y destreza. Pero sus particulares sesiones de ensayo daban sus frutos, los terapéuticos al menos. Aunque seguía acompañado de su perenne brik de vino tinto y no le abandonaba su ropa sucia y sus manos castigadas por la intemperie, su ánimo escapaba del despido, del posterior divorcio y de la lejanía de esa hija que condicionada por el deterioro de su padre se refugió lejos de él, y así hasta hoy. A estas alturas sería una joven de más de veinte. Y ése era su gran pesar, lo que más espesaba sus movimientos mientras acariciaba las cuatro cuerdas de aquel violín convertido en tratamiento, en medicina para olvidar.

Así continuó, tocando y olvidando. Bebiendo para compensar las penas que no se diluían con la música. Y tocaba para sí, para nadie, para el terapeuta, sin público y a su vez para todos. Lanzaba al airé partituras que cada vez eran más reflejo de aquellas corcheas, de aquellas melodías que un día crearon otros, y que él transitó desde el maltrato inconsciente a una obra maestra a la interpretación soberbia de una idea original.

La noche anterior a su particular estreno tiró el brik de vino a una papelera, aun quedando más de la mitad de su dosis de olvido, y se acomodó como siempre hacía encima de una rejilla de ventilación del metro. Durmió del tirón con el violín bajo el brazo. A la mañana siguiente se regaló un desayuno de ésos que hacía tiempo no probaba. Un café con leche con una tostada en el café de la Ópera.

Con la satisfacción y los nervios que se sienten cuando uno está a punto de culminar un gran proyecto acarició las crines del arco como tantas veces y se colocó el violín al cuello cuando aún el público no había hecho acto de presencia. Fue el primer acorde el que llamo la atención del respetable.

Y siguieron unos momentos que no será capaz de recordar pues sus ojos cerrados viajaron por una vida de tormentos, salpicados de alegrías, de caricias de su hija, de las risas de la que fue su mujer, del acomodo de la que un día fue su casa. Repasó los viajes que hicieron cuando aún eran una familia, cómo disfrutaba de las tardes de los sábados de los amigos, de las miradas fugaces, de la puesta de sol, de la nieve en Madrid.


En todo eso pensaba cuando el último acorde se perdió por la calle Preciados en ese escenario improvisado, y el público allí congregado arranco en una ovación que le trajo de vuelta a la realidad. Y ya no sonaba tan mal.

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