Casi desde niños se dedicaban a
jugar al escondite y al pilla-pilla. Caminaban a veces cogidos de la mano hasta
que llegaban al parque y allí ella se soltaba y salía corriendo. Él se lanzaba
en pos de ella y la mayoría de las veces la alcanzaba y entonces era ella la
que le perseguía a él con menos éxito. Él se escondía entre los árboles y
espiaba cómo ella trataba de encontrarle. No se lo ponía imposible, pero
tampoco fácil. Hasta que ella se cansaba de perseguirle y se sentaba en un
banco o en el césped y esperaba a que él se uniera a ella y jugaban a otra
cosa, como a arrancar hojas de yerba y árbol y tirárselas uno a otro por la
cabeza. Y se reían y se peleaban y se perdonaban y se volvían a reír. Y así
cada día. Eran felices.
Con los años las cosas apenas
habían cambiado porque, aunque menos niños, seguían escondiéndose entre los
árboles y tirándose yerba por el pelo. El día que se besaron en los labios por
primera vez estuvieron nerviosos un rato, pero una vez liberada esa tensión el
juego continuó. El césped seguía estando ahí y los arbustos también. La fuente
continuaba siendo necesaria para salpicarse cuando se sorprendían despistados y
el juego estaba otra vez en marcha. Él empezaba a seguirla, la alcanzaba, la
mordía y abrazaba, y corría para que ella fuera tras él. Y ella le perseguía.
Hasta que pasaron más años. Ya no
se veían tanto. Ya no se hablaban tanto. Las cosas habían cambiado un poco más.
En ocasiones era él el que la perseguía, pero ya no por el parque. Ella se lo
ponía difícil, no imposible. Se escondía, se distanciaba. Igual que los besos,
igual que los abrazos. Y cuando él se cansaba de correr detrás de ella y se
sentaba a descansar, ella se dejaba ver detrás de un árbol, de un email, de un
whatsapp, y así le demostraba que no había desaparecido del todo, que el juego
aún estaba en marcha aunque con otras reglas.
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