Según se puso el
sol sobre los edificios destartalados de aquel barrio de las afueras de
Sevilla, Macarena supo que había vivido el mejor día de su vida. Estaba sentada
con las rodillas entre los brazos, y los labios apoyados en las piernas. Esa
postura que mezcla ternura y meditación. Más que meditación divagación amable.
Y la mirada perdida en el horizonte.
Se había levantado
temprano, como siempre, para preparar el desayuno a sus hermanos pequeños, dar
la pastilla a la abuela, organizar el almuerzo de los niños, meter a la abuela
en la cama de nuevo, llevar a los niños al colegio entre palabras de desánimo
de si el mundo es injusto, de que por qué tenemos que ir a clase, y ese tipo de
discursos manidos entre los pequeños… Y cuando ya por fin soltó a la manada en
el centro escolar ―aquella reja era como el infierno para sus hermanos, pero cuando
echaban el cierre suponía un bálsamo de relajación para Macarena― volvió a
casa, preparó la comida, le cambió los pañales a la abuela, puso una lavadora,
tendió otra, hizo las camas y al meter la sábana y desdoblar el espinazo que
parecía diseñado para andar en los noventa grados, se dio en la cabeza con un
estante. Herida en la cabeza y sangre. Lloro. Pero no era un lloro de dolor,
no. Era el hastío, el cansancio, el agotamiento físico y mental de no poder
hacer la vida que hace una chica de diecinueve años. Desde que murió su padre
hacía ocho meses no había tenido tiempo de nada. De nada para ella, claro. De
todo para el resto. Sus dos hermanos eran muy pequeños y la abuela sufría el
paso de los años, con una visible demencia y una incontinencia urinaria que
intentaba disimular con mucho esfuerzo.
Los dedos manchados
de sangre pusieron a prueba su frustración, y no pudo más que coger el abrigo y
marcharse a la calle. Entonces, para poner la guinda a aquella mañana, vino el
resbalón y la caída. Luego llegó él. Por debajo de los exabruptos de Macarena
una voz pausada y tranquila intercedió entre ella y su dolor:
―¿Estás bien?
―¡Me cago en la puta, joder, cómo coño voy a
estar bien! ―contestó ella con la amabilidad que pudo―. Me he abierto la cabeza
y me acabo de endiñar un hostiazo al salir de casa. Eso por no hablar de la
mierda de vida que llevo y en particular la mañana asquerosa que me acabo de
zampar. Pero gracias, me apaño ―concluyó.
―Dame la mano ―dijo el chico amable―. Me
llamo Pepe.
Macarena miró a
aquel extraño con desconfianza, pero visto el día que llevaba se arriesgó a
seguirle la corriente al muchacho. Sus pantalones anchos, sudadera roída por el
tiempo y una cara que despejaba cualquier atisbo de maldad la terminaron de
convencer. Extendió su mano y al tocar la del chico sintió como un latigazo, lo
cual era lo que le faltaba, pero el dolor pasó de inmediato y, sin saber cómo,
empezó un paseo por la ciudad de la mano de un desconocido que, sin embargo,
era como si la hubiera acompañado toda la vida.
Recorrieron
callejones en los que jamás había reparado, vieron llover, nevar y un sol
radiante en un instante. Vieron camiones de basura vaciando armónicamente los
contenedores, jinetes a caballo camino de Triana, olas enormes en el
Guadalquivir, gigantes y cabezudos haciendo malabares en la Plaza de España, puertas
giratorias, pajaritas de papel, globos lanzando al cielo miles de cartas. Vieron
sonrisas y abrazos entre desconocidos, trapecios gigantes sobre la ciudad,
peonzas girando… y cuando la respiración de Macarena no
daba para más emoción se encontró sentada en lo alto de una colina verde, con
un césped suave que acariciaba con la palma de la mano, acompañada del tacto de
un desconocido que la había regalado una jornada que, sin ser la suya, existía,
y si la buscaba la encontraría.
―Las cosas pasan a nuestro alrededor, sólo tenemos que
mirar ―dijo el chico antes de desaparecer de su lado.
Entonces Macarena
se agarró las rodillas y miró el sol ponerse detrás de aquellos edificios
destartalados. Y lo vio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario