“¿Tú vas hoy?”
“¡Hostias, tío! ¡Claro que sí! Yo ya no me pierdo un solo día.”
“Yo me he enganchado a ése. O no sé si me ha enganchado él a mí. Pero
no puedo pasar sin oírle.”
Éstas y otras cosillas se oían desde primera hora de la mañana de cada
jueves en los corrillos de la Universidad. Y
como si de una clase magistral se tratara, la facultad de Filosofía y Letras se
llenaba el día entero, a pesar de que el señor Limón no salía a la palestra
hasta las cinco de la tarde.
Todo empezó hacía exactamente un año en la cafetería. Un grupo de
afanados jugadores de mus que hacíanse llamar estudiantes en sus ratos libres,
increpó al camarero que trataba de retirarles los restos de la consumición que
estiraban durante las horas que durara la partida. Burdos improperios salieron
de las bocas de los agrupados atacando la nacionalidad del educado barman que
les escuchó atentamente hasta que uno preguntó:
―¿Has entendido algo de lo que te hemos dicho, chino?
Se hizo silencio alrededor, creció la tensión y nació el señor Limón:
“Auque entiendo bien tu idioma,
los rebuznos no comprendo
porque al asno yo no entiendo
por mucha sopa que coma.
Pero tú en este caso
no es sopa, sino boba
y la poca fuerza y coba
que le das a un solo vaso.
Que si más libros leyeras
y más lecciones tomaras,
ni cara de pito adoptaras,
ni pito de cerdo tuvieras.
Abona pues tu alcohol
antes de que mi chino pie
responda sólo de él
en tu culo español.”
Así fue como cada jueves como aquél, el señor Limón se sube en una
mesa del local a las cinco de la tarde, recita uno de sus poemas, saluda y se
vuelve al trabajo.
“¿Por qué señor Limón? ¿Por el amarillo?”
“Por eso y por las rimas.”
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