Hacía tiempo, muchos años, que lo había
dejado. Se había quitado por completo. Lo bueno es que no había sido nada
doloroso. Con el paso del tiempo, aquello dejó de ser tan emocionante como lo
fue al principio. No se había dado cuenta, pero ni siquiera el segundo día fue
tan bueno como el primero. Fue maravilloso, casi celestial. Se acercaba mucho,
muchísimo, a la primera experiencia, pero no llegó a alcanzarla. Y el tercer
día no alcanzó al segundo. Ni el cuarto al tercero. Y así sucesivamente. Así
que es posible que lo aceptara de aquella manera y lo quisiera como le vino. Y
lo mantuvo porque el día que no tenía su dosis la cogía al día siguiente con el
doble de ganas siendo consciente de que no sería igual de buena que el día
anterior. Pero no importaba. Le satisfaría igual.
Ahora, pasado el tiempo, pasado el embrujo de
aquella droga que lo envolvía todo de color rosa, recordaba momentos no tan
buenos en los que la fiebre alteraba su percepción, y en lugar de hacerla
viajar en una nube, la arrojaba a los infiernos más grises y malolientes. Los
conocidos más queridos y dulces se trasformaban en bestias sádicas y ogros
vociferantes. La armonía de la segunda dimensión se convertía en angustiosa
sensación real. Por suerte aquello era temporal y siempre retornaban las
alegrías y los paseos por el parque y en descapotable, los saltos en los
charcos de lluvia, las risas por el suelo cuando estaba a punto de acabarse el
efecto.
La evolución la había llevado a salir de
aquello sin apenas sentirlo, en una transición hacia la cordura, hacia la
visión de otra realidad que el color rosa de Peppa Pig le había nublado durante
mucha parte de su infancia.
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