La conducta humana provoca necesariamente
curiosidad en aquellos que deciden fijarse en ella. Y de esta manera es posible
observar cómo cambian las actitudes de las personas en iguales circunstancias,
pero en sitios o culturas distintos. No es lo mismo una boda en Palestina, que
en Buenos Aires, o que una boda gitana en Sevilla. No se te ocurra vestir con
piel de foca en el trópico ni tirantes en el polo sur. Así, no es igual un
mendigo más en la Gran Manzana
que otro en semejantes circunstancias en Los Ángeles. Aconteceres diversos en
los últimos años de mi vida me habían llevado a encontrarme en la ciudad de las
estrellas de Hollywood casi sin un centavo y sin posibilidad de ganarlo
legalmente. Pero en el mismo momento en que me vi de aquella guisa opté por
reaccionar lo más rápido que pude. Si la policía o las autoridades se
percataban de mi presencia, era más que probable que me hicieran recoger el
petate del que ni siquiera disponía y me llevaran a otra parte. Pero ni por
asomo tenía intención de abandonar la ciudad si mi vida no corría peligro.
Recurrir a la iglesia no era buena idea, ya que ellos se verían obligados a
registrar mi visita y añadirme a la brevísima lista de pobres, y eso, tarde o
temprano daría con mis huesos en la cárcel o fuera Los Ángeles. Ocultarme
durante un tiempo no era una opción. Pronto alguien sabría de mi existencia y
llamaría a la policía. No me cabía otra opción que enfrentarme cara a cara con
la nueva situación y echarle todo el arrojo que fuera capaz y un poco más. La
cuestión era a dónde dirigirme. No dudé demasiado. Puesto que iba a jugármela,
apostaría a una sola carta todo lo que tenía, que francamente era bastante
poco.
Rodeo Drive se abrió ante mí en cuanto giré
por Santa Mónica Boulevard, casi a la puerta de la iglesia presbiteriana de
Beverly Hills. Aún tenía mi gorra de los Grizzlies de Memphis conmigo y unas
gafas de sol viejas con un cristal rallado, pero que me permitían ocultarme
relativamente. En cuanto comencé a caminar por Rodeo me dí cuenta de que
tampoco desentonaba demasiado. Bien se me podía haber confundido con un turista
que con un famoso que para ocultarse de los paparazzis se disfraza de lo que
habitualmente no es. Según comencé a descender por la acera de los pares, mi
cabeza comenzó a maquinar la manera de subsistir en aquella calle plagada de
las tiendas más caras a las que turistas y famosos recurrían, los unos para
fotografiar, los otros para dejarse unos miles de dólares. Obviamente yo no encajaba
en ninguno de esos grupos. ¿Pedir empleo en Ralph Lauren, Giorgio Armani o
siquiera en la acera contraria por un muy simple Lacoste Beverly Hills Boutique
que fuera? Ni de broma. Eso igualmente haría saltar las alarmas. En Rodeo no
hay ni un restaurante donde te escondan en la cocina a fregar platos y yo había
elegido Rodeo. Hasta que no llegué a la altura del 418, entre Stefano Ricci y
Guess, justo enfrente de Hugo Boss, no lo tuve claro. En el 418 había un
pequeño local con dos callecitas peatonales a cada lado. Tenía dos plantas. Una
baja diáfana y la de arriba no era más que una imitación del campanario de una
misión española. Pero lo más importante de todo: en la puerta un cartel rezaba
“For Lease”, un nombre y un teléfono. Sin pensármelo dos veces busqué la cabina
más cercana, me despedí de unas cuantas monedas con cierta emoción al verlas
deslizarse por la ranura y marqué el número que me había aprendido de memoria:
550-2403.
-Jay Lucky- dijo una medio rota voz al otro
lado.
-Señor Lucky. Acabo de ver su cartel en Rodeo
Drive y estoy interesado en el alquiler.
-Si de verdad le interesa, en cinco minutos
le veo en la puerta- y colgó.
Un Ferrari California rojo se detuvo. Un
sesentón canoso y bronceado se bajó y se dirigió directamente hasta donde yo
estaba.
-Soy Jay. Y tú debes de ser el joven que me
ha interrumpido el cóctel de las 14 horas.
Me examinó detenidamente deslizando sus gafas
de sol hacia la punta de su larga y morena nariz.
-Es evidente que no tienes suficiente para
pagar lo que cuesta este local.
-Señor Lucky…
-No digas nada, chico. Con una llamada desde
mi móvil estarías en chirona en menos de media hora. Pero has tenido suerte. Y
has tenido suerte porque yo hoy he tenido suerte también. Acabo de cerrar un
negocio de millones de dólares. Este local lo compré cuando a mi ex se le encaprichó.
Venía todos los días, se subía a la terraza y miraba arriba y abajo la calle
como creyendo que era suya por tener el local más pequeño de todos. Jamás ha
durado una sola firma en este local más de seis meses. Está gafado. Seguro que
por influencia de esa zorra.
-Señor…
-Dentro de un mes, cuando vuelva de Japón, me
pasaré por aquí. Si, sea lo que sea que montes, aún sigue en pie, entonces
hablaremos del alquiler. Mientras tanto, la cuenta atrás ha empezado para ti,
chico- y me arrojó un llavero Mont Blanc, probablemente adquirido en la misma
calle, con las llaves.
Cuando levanté la mirada atónita de las
llaves, Jay Lucky ya se había montado en su descapotable y había arrancado a
toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos al girar hacia Brighton Way.
Miré en todas direcciones buscando inconscientemente la cámara oculta que
estaría grabando lo sucedido y cinco interminables minutos después, cuando mis
pies se decidieron a acatar las órdenes de mi cerebro aún entumecido, comprobé
que efectivamente las llaves del Mont Blanc abrían la puerta del local. Estaba
decidido a todo, pero jamás imaginé que se me fuera a plantear una situación
tan inverosímil. El local no dejaba de ser un techo que tenía garantizado por
un mes.
Al día siguiente de mi golpe de suerte, aún
bastante desconfiado, pero no dispuesto a desperdiciar la oportunidad que el
destino me había facilitado, me dirigí a la parroquia presbiteriana de Beverly
Hills. El párroco, un afroamericano bastante agradable me invitó a comer
mientras le comentaba el proyecto al que había estado dando vueltas durante
toda la noche que pasé en vela en la terracita-campanario-mirador recién
adquirida al escandaloso precio de cero dólares en Rodeo Drive, Los Ángeles,
CA. El padre de almas abrió bastante los ojos ante lo que le estaba
proponiendo.
-Padre Waxford, usted sólo tiene que hacer la
inversión inicial, la cual le será generosamente reembolsada en el plazo de un
mes.
Recé un padrenuestro como gratitud ante el
milagro que acababa de ocurrirme, cuando el padre Waxford, muy casual y
sorprendentemente amante de los animales, no me pidió más detalles y accedió
sin más.
Al día siguiente tenía ya en mi poder un
teléfono móvil de prepago y un taco enorme de flyers donde anunciaba mis
servicios. En el mismo día hice varios clientes de golpe, unos gracias a las
octavillas repartidas por mí y otros gracias al boca-oreja del padre Waxford.
Todos ellos eran de Beverly Hills y todos confiaban ciegamente en las
referencias que me inventé. Dos semanas paseando a los perros de los ricos del
barrio rico de la ciudad rica fueron suficientes para estar en condiciones
económicas óptimas de ofrecer servicio de baño y peluquería en el 418 de Rodeo
Drive. Los clientes se agolpaban con sus mascotas en la entrada del local confesando
que se había corrido la voz de que allí se encontraba el mejor cuidador de
perros de la ciudad. Y la verdad es que no se me daba nada mal. Y lo curioso es
que aquellas personas preferían salir con sus mascotas a buscarme a Rodeo Drive
antes que contratar los servicios de otros cuidadores de mascotas que ofrecían
cuidados y limpieza a domicilio. Yo vivía aquello como un sueño, pero no por
ello descuidaba mi responsabilidad frente a los animales. En menos del tiempo
esperado estaba en condiciones de devolver el préstamo al padre Waxford, pero
éste se negó argumentando que el bien que mi negocio había creado en la
comunidad, y más aún cuando lo centralicé en Rodeo Drive, calle del lujo y el
consumismo desmedido, no era dinero invertido sino bien gastado.
-Además, soy fan de San Francisco –me guiñó
dando por concluida la entrevista.
Una tarde, a punto de echar el cierre para ir
a cenar y volver a dormir, Jay Lucky se presentó en el local. Boquiabierto no
dejaba de mirar centímetro a centímetro los cambios que yo había introducido en
su local sin su permiso.
-Chaval, me habían llegado comentarios cuando
estaba en Tokyo, pero no me lo podía creer.
-Ciertamente, señor Lucky, si no llega a ser
por su generosidad, esto no habría sido posible. Y…
-Cierra el pico. No te puedes hacer una idea
de la manía que tenía a este sitio. Me estaba costando dinero tenerlo
desocupado y estropeándose. Tú lo has arreglado y lo estás aprovechando. Es
tuyo. Mañana pásate por casa y hablamos de negocios- y me dio su tarjeta. Otro
vecino de Beverly Hills.
Llegado el momento, es posible que
independientemente de la situación, origen, circunstancia y momento de cada
uno, la conducta humana nos fascine por inesperada.
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