miércoles, 13 de febrero de 2013

#38 SOLO MIRAR.




Toda la vida con la cámara a cuestas. Una vieja Nikon, que le había acompañado a parajes naturales, a conflictos remotos, a misiones humanitarias. Todo ello había quedado plasmado en negativo tras interpretar esas imágenes tras la lente Leika de su compañera de fatigas. Era el espíritu scout adaptado a la fotografía, “siempre listo”, que no dejaba de ser una máxima para los viejos trotamundos, aquellos que ya no experimentaban una especial emoción cuando partían a guerras mudas y mucho menos cuando algún periódico indigno te pedía que tirases cuatro fotos en algún evento deportivo.

Toda la vida retratando la realidad, mirando lo que pasa por la diminuta mirilla, sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Podía sonar contradictorio, pero a Juan, experimentado fotógrafo free lance, que había contribuido con sus instantáneas a dar nombre  a los principales periódicos del país, y que había participado en premiados reportajes de revistas extranjeras, un día se le quitaron las ganas de seguir haciendo fotografías.

Niños desnutridos, mutilados, paramilitares amenazantes y conflictos tribales. Las flores del Jerte y los gorilas de Uganda, los vertederos de Manila, las jóvenes prostitutas de Bangkok. Las fiestas más tradicionales de los pueblos de España. Todo, absolutamente todo había pasado por la Leika de Juan. A sus casi cincuenta años contaba con un  extensísimo archivo personal de fotografías. Entonces le llamaron de la revista Nature para hacer un reportaje sobre el águila culebrera, su comportamiento en grupo y su reproducción. No le motivaba especialmente pero su vida personal y sus excesos sociales no le habían dejado en posición de decidir. Era un reportaje más, que no es que le atrajera en cuanto al reto en sí, pero le reportaría el dinero suficiente para pagar facturas. Había llegado a ese punto de desmotivación, se sentía como un cobarde parapetado detrás de una lente, incapaz de sentir la realidad que fotografiaba. Vivía en una contradicción permanente entre los halagos que recibía por la realidad que plasmaban sus imágenes, y la ausencia de emoción que le provocaban a él.

Había cogido todo el equipo necesario y había permanecido mes y medio en los picos de Europa, alojado en una pequeña casa, casi un refugio de montaña, siguiendo las caídas en picado de los machos y el apareamiento. Todo a través de un teleobjetivo. Había localizado cuatro nidos grandes en los que las hembras empollaban los huevos. Uno de los nidos cercano a un risco le permitió situarse a apenas unos metros de uno de ellos, donde podía tirar las fotografías sin necesidad de teleobjetivo. Un corto 55- 80 bastaba para apreciar el cuidado de la hembra, y cómo el macho traía varias veces al día comida para ella, de manera que nunca quedara expuesto el huevo a otros depredadores.

La eclosión estaba cerca, y la paciencia de Juan así como sus reservas de güisqui escocés llegando a su fin. Se encomendaba cada día al cheque que le garantizaría otro periodo de letargo cuando volviera a la ciudad. Y permanecía durante horas delante de ese huevo bajo la futura madre, y cuando ésta se retiraba, podía fotografiar como cambiaba día a día, la forma, la textura y el color. Todo convenientemente retratado en una instantánea, todo a través de la lente, siempre focalizando la mirada en las ramas que formaban el nido. Más allá, nada.

Y llegó el día, uno de esos días de primavera en los que el sol hace olvidar el frío del ambiente, su risco estaba esperando y haciendo guardia como los últimos cuarenta días. Las águilas culebreras no parecían inquietas, ajenas a una cuenta atrás que manejamos mejor los humanos, con todo el estrés que ello pueda conllevar. Entonces el huevo quedó al airé. La cámara apuntaba con su corto objetivo, ojo en el visor y los parámetros definidos para captar la luz, el ambiente, los contrastes. Juan fijaba su ojo casi sin pestañear, el dedo en el disparador como hacían los vaqueros con la mano sobre el revolver. Aunque las cámaras nuevas le permitían tirar ráfagas de fotos sin el gasto que le generaba antes mantener el dedo pulsado, el era muy selectivo a la hora de apretar el botón. Carretes y carretes desperdiciados en aras de la foto definitiva le habían enseñado a discriminar los instantes.

El huevo empezó a moverse y una pequeña grieta se formó en la cáscara. Fue en ese instante, en ese preciso momento en el que Juan, que tantos países había recorrido, que tantos conflictos había cubierto, que tantos momentos había congelado, fue en ese pequeño cascarón a punto de abrirse donde leyó el porqué de su vacío, el motivo de su desazón y de su recién interpretada ignorancia en torno a toda su experiencia. Siempre había reflejado sobre papel las diferentes realidades que le habían rodeado, pero nunca había hecho lo que estaba apunto de hacer. Bajó la cámara cuando el pico asomó por fuera del cascarón, la apoyó en la roca sin quitar la mirada a ese momento en el que el joven polluelo de águila asomaba ya la cabeza. Después, sin la ayuda de sus padres que participaban de la escena con menos interés que Juan, el recién nacido rompió del todo la cáscara y cayó de lado en el nido, cubierto por una película fina que le daba aspecto mojado. Se alzó sobre sus patas y ya en ese momento sus dos mentores le empezaron a retirar los trozos de cascarón que se había quedado pegado en las plumas. Juan permaneció allí sentado durante largo rato aún, entre fascinado por lo maravilloso de lo que acababa de presenciar y la consciencia de todo lo que siempre estampó en el carrete pero que nunca vio. Descubrió el placer de sólo mirar, y de cómo la memoria puede hacer fuerte un recuerdo extraordinario sin necesidad de perdurarlo en papel.

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