miércoles, 20 de febrero de 2013

#39 EL TORNILLO


Luisito ponte los náuticos, Luisito no te olvides que tienes clase de swing, Luisito, Luisito, Luisito…Toda la vida igual. Mis padres, descendientes de una noble familia española, tenían por costumbre magnificar su existencia hasta en los detalles. Cada día se convertía en una prueba de protocolo, empapada de artificio, falsedad, pero muy buenas costumbres. Escaparatistas teníamos que haber sido. Desde fuera parecíamos la familia perfecta, tan arregladitos todos, tan monos, tan estudiosos y tan aplicados con las obras sociales de la alta sociedad. Por dentro nos encontrábamos en una casa en la que convivía un padre con una castración afectiva que le impedía mostrar cualquier tipo de afecto, con un nivel de rigurosidad personal y para con los demás que sumían en la amargura a los que vivían bajo el mismo techo. Su mujer, mi madre, transitaba por aquella puesta en escena en la que se había convertido su vida agarrada a la tónica, y a su compañera inseparable, la ginebra. No lo desayunaba por no dar mal ejemplo, pero era marcar las doce el reloj de la entrada y escuchar el tintineo de los hielos en su fiel vaso ancho.

Mi hermana estaba perfectamente mimetizada con el mundo ostentoso y de buenas prácticas que le había inculcado mi padre. Primera de clase en la International School of Business, voluntaria en la parroquia del barrio, iglesia tan eclesiásticamente ejemplar que relucía en toda su planta de cruz, y que, por no tener, no tenía ni mendigo en la puerta. Mi hermana era el ojo derecho de mi padre. Y ganado se lo tenía. Su novio un imbécil que alargaba las eses hasta el punto de sentir una terrible ansia de dejar al diccionario con un hueco entre la erre y la te. Pero a mi padre se le notaba el orgullo de emparentar con esa familia de empresarios textiles del norte de España. Su hija había triunfado.

Y luego estaba yo. Toda la vida dándome cabezazos contra el corsé de buenas costumbres y sonrisa permanente, de genuflexión ante los particulares valores sociales de un patriarcado que, lejos de remitir con los años, se afianzaba y garantizaba su continuidad con su hija favorita. Yo había arrastrado los náuticos de marras, los jerseys anudados al cuello, había aprendido normas de protocolos, había asistido a los colegios más caros de Madrid, me había relacionado con lo mejorcito del futuro próximo de la nobleza, pero estaba hasta el cigoto de tanta estirada y tanto beso al aire con un imperceptible roce de mejillas.

Lejos de seguir las normas internas del hogar y haber abandonado hace tiempo la sonrisa permanente que se pretendía proyectar fuera, me había acostumbrado a que mi padre hablara de mí como un demenciado, como si tuviera un hijo aquejado de una extraña enfermedad mental. No ocultaba su vergüenza cuando en su círculo de amistades le preguntaban por mí y entonces sacaba a relucir su repertorio de afecciones mentales, las cuales enumeraba de manera aleatoria en los diferentes escenarios. Yo padecía casi de todo, esquizofrenia, bipolaridad, ansiedad, trastorno de personalidad… Era tal la angustia de mi padre porque su hijo no es que no cumpliera con sus expectativas, es que ni siquiera puntuaba en esa particular escala de valores suya, que ya rozaba el ridículo, justificándose en foros en los que nadie le había preguntado. Conmigo se esforzaba menos, “te falta un tornillo” me decía,  y a mí se me escapaba una sonrisa, asumiendo que no era digno para él, hasta el punto de no trabajarse un insulto con un mayor valor lingüístico.
Y desde que entré en la adolescencia había escuchado la vaina del tornillo, además de otras lindezas que me posicionaban lejos de los puestos que ocupaban mi hermana y el imbécil de su novio. Mi madre se resistió al principio, aún fiel a su papel de madre amorosa, e increpaba a su marido para que dejara de hostigarme, aunque pronto la ginebra atemperó sus ánimos y diluyo su rol como lo hacía con los cubitos de hielos que chocaban contra el cristal de su vaso.

Mi padre había utilizado todo tipo de amenazas. Tema herencia había dejado de funcionar cuando se dio cuenta de que era verdad que me importaba poco, por lo que pasó a culparme del estado de mi madre, y a ciertas salidas de tono de mi hermana con su progenitora y con el servicio de la casa. Pero lo que él consideraba egoísmo, para mí era una prueba clara de pragmatismo.

Dejé los estudios de comercio, y me enrolé en un proyecto de estudios libertarios, entre cuyos miembros destacaban mis náuticos, lo que me hizo popular en las reuniones en el centro social en el que nos reuníamos. Cunado mi padre se enteró de mis nuevas compañías dejó de sentarse a la mesa conmigo, y el tornillo al que hacía permanente referencia, se convirtió en su muletilla hasta cuando daba los buenos días a aquellos con los que sí hablaba en casa, véase mi hermana y mi señora madre.

El día que me marché de su palacete en el barrio de salamanca, me fui con lo puesto, le di un beso en la mejilla a mi madre, del cual no se enteró porque era casi la hora de comer y a esas horas ella no se enteraba ya ni del vacío de su vaso, y me dirigí al salón, desmonté cuidadosamente todos los muebles que allí se encontraban, mesa, estanterías, sillas y cómodas. Cuando todo el suelo estaba repleto de las piezas sueltas de los muebles escribí una nota a mi progenitor.

 “Padre, tenías razón. Para vivir en tu mundo artificial y cumplir tus expectativas, necesitaba una vida apuntalada para que mi realidad, que no la tuya, no se desmoronara, por lo que pensé que igual tenías razón y me faltaba un tornillo. Para que veas que tus comentarios no caen en saco roto lo he buscado por toda- la casa, y entre tanto mueble de anticuario lo he encontrado. Me lo llevo. De ti no quiero nada más. Adiós.”

Y con mi tornillo, mi vida y mis náuticos me marché a vivir mi realidad.

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