miércoles, 6 de febrero de 2013

#37 EL CANIJO



La verdad es que si algo bueno tenía aquel instante era que lo veía todo desde lo alto. Era algo que siempre había querido experimentar, tras arrastrar una vida contemplada desde abajo. No era una cuestión metafórica ni de clase social. No. El era bajo, muy bajo, lo cual le arrastró a no pocos problemas durante su etapa escolar, siendo el foco de las risas de los chicos y una fuente de ternura desmedida para las chicas. Pero de la ternura que no gusta a los chicotes, no. Esa ternura que no hacía sino alimentar aún más las burlas de sus compañeros. Fue entrada la adolescencia cuando buscó su lugar entre los niños y niñas del pueblo. Si no podía hacerse querer por los lamentables prejuicios de sus vecinos, se haría respetar. O temer. Y así empezó su trayectoria de fechorías cuando aún no tenía pelos en la barbilla.

Al principio se limitaba a amedrentar a los conocidos, a romper algún cristal por la noche y a llevarse sin pasar por caja los dulces de la panadería. Pronto se labró la fama. En el pueblo en el que vivía aquello era fácil, tan pocos habitantes eran que todos portaban un mote, generalmente arrastrado por el linaje, pero si alguna característica diferenciaba a un sujeto del resto de la familia, las futuras generaciones se verían marcadas por dicho quiebro identitario. Así es como los verrugos (en honor a la verruga que en su día lució uno de la estirpe) pasaron a ser los cojos tras un accidente que sufrió el cabeza de familia. Y con el resto del pueblo daba para un glosario completo. El forastero que se dejaba caer accidentalmente por allí debía recurrir a un simpático listín telefónico que había elaborado el ferretero y que colgaba de una cuerda en la puerta de su establecimiento. Sucesivos tachones iban aclarando la evolución en la forma de llamar a las familias.

Como no podía ser de otra forma su familia tenía su mote. Los acolchaos les llamaban, a raíz de la aventura que emprendió un antepasado, cuando subido a un carruaje se recorrió la costa oeste americana vendiendo camisas acolchadas. Decía que daban más calor en invierno y resultaban frescas cuando las temperaturas subían. Muchas risas hubo en el pueblo cuando se marchó. No tantas cuando las noticias viajeras les hicieron saber que el éxito le había llevado a instalarse definitivamente en la ciudad de San Francisco, montar una cadena de tiendas de ropa y decidir no volver a pisar las polvorientas calles del pueblo. Los envidiosos les podían haber llamado a todos desde entonces.

Así que él era el pequeño de los acolchaos. Pero lo era tanto que dio lugar al mencionado cambio del destino familiar, que afectaría a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Digamos que hubiera afectado de haber corrido diferente suerte nuestro protagonista. El caso es que fruto de la inquina que todos los niños llevan en su carga genética cuando se desarrollan en sus primeros años de vida, el benjamín de los acolchaos pasó a ser el canijo, dando a entender que su herencia más preciada por los restos sería el término Los canijos para referirse a su familia.

En fin, que como iba contando al principio, el canijo decidió hacerse notar por sus comportamientos, digamos, irreverentes, toda vez que a simple vista resultaba casi invisible. Y a medida que sus tropelías se fueron haciendo eco entre los vecinos, sus coetáneos empezaron a sentir cierto temor y las coetáneas cierta admiración. Y el lío estaba hecho y el plan funcionando a la perfección. Pocas risas se vertieron ya sobre el canijo, pocas chanzas se escucharon y el término mofa casi desapareció de la vida del pueblo. El canijo tenía especiales ganas al perrilla, hijo del perrilla y de la perrilla, a su vez descendientes de los perrilla. Estos lo eran de toda la vida, sin ninguna variante en la nomenclatura. Ese que le había amargado la existencia desde que tuvo uso de razón, ese que había barajado todo tipo de motes denigrantes hasta dar con el definitivo. Pues a ese, una vez el canijo había logrado ocupar más espacio social que físico, decidió que iba a pagar por su malograda infancia.

El canijo ideó un plan para darle tal susto al perrilla, que se tuviera que marchar del pueblo. Los pormenores del mismo no vienen al caso, y casi casi diría que ni siquiera el desarrollo, ni la ejecución. Lo importante fue el resultado. El perrilla se quedó encajado entre dos canalones de la vieja escuela mientras el canijo cegado por el ansia de venganza hacía caer el depósito de agua. Total, que el perrilla se espachurró y murió, el canijo fue apresado, juzgado por la vía rápida y condenado.

Y ahí estaba él, mirando a todos los vecinos desde lo alto, sin un ápice de culpa, pena o remordimiento. “Que os jodan” pensó, “mi último vistazo os lo echo por encima del hombro”.

Y el verdugo accionó la palanca de la horca.


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