Brillaba
por encima de mi cigarro. Los dedos se me iluminaban a cada lenta y sosegada
calada. Sentado en las escaleras en las que años atrás caí rodando, observaba
los destellos que arrojaba la torre intentando averiguar con que criterio, o
ausencia del mismo, iban a convertir aquella maravilla en una pelambrera verde,
con hojas colgando desde lo más alto. Pero en el fondo ese cambio era lo de
menos.
Había
estado todo el día paseando por sus calles adoquinadas, el recorrido de
siempre, el paseo perenne que me hacía recordar los espacios que no pisaba
cuando tenía mi residencia fijada allí. Concordia, La Madeleine , bulevar de
los capuchinos, Ópera, Rue de la
Paix , Place Vendôme, Rue Saint Honoré… luego llegaba el
Louvre, el río, el Musee D’Orsay, las islas, la espléndida catedral, barrio
latino con bocata griego incluido. Mis pasos respondían a una cadencia mecánica
que no por ser autómata dejaban de apreciar todo lo que me rodeaba. París era
mi casa, como lo era Madrid. Y en sus gentes, que quizás no destacaban por su
gentileza pero no dejaban de tener algo especial, en sus calles, los colores de
las personas que arrojaban una sensación de mestizaje que ya nos gustaría por
estos lares, encontraba yo una paz interior que necesitaba revivir todos los
años.
Ya
por la tarde subí al Sagrado Corazón y paseé por las calles del 9eme, con sus
sex shops, sus trileros, sus tiendas populares, todo ello aderezado por los
turistas ávidos de instantáneas originales del París que no sale en las
postales. Y siempre el ambiente mestizo. Allí, en una pequeña calle descubrí
hace años un restaurante que regentaba una familia del Togo, ambiente agradable
con comida casera. Cada rincón me generaba recuerdos, cada paso me situaba en
un tiempo pasado que comulgando con el presente me hacía descubrir una nueva
ciudad que ya conocía. Y sin embargo aunque pasara una y otra vez por los
mismos sitios, la estela que dejaban mis pasos era siempre distinta, supongo
que porque la marca que dejan las huellas depende no sólo del camino que recorremos
sino de cómo lo hacemos, del ánimo, de la compañía.
Años
cruzando el río Sena por el puente de Bir-Hakeim camino de la estación de metro
de Dupleix me permitieron contemplar la torre con otra perspectiva, la del que
normaliza los elementos que hasta entonces los percibía con una mezcla de
admiración e incógnita. Y nunca dejé de mirarla, por mucho que dos trayectos
diarios me arrojaran siempre la misma imagen. Un poco más allá reposaba la
estatua de la libertad, esa gran desconocida para el común de los mortales y
que no era sino una réplica más pequeña del mismo escultor que en su día regaló
la original a la ciudad de la Gran Manzana.
Antes
de mi última parada, del reposo que encontré a la luz de un cigarro encendido,
me dejé caer por el Franc Tireur, un café como muchos otros que trufan las
calles de París, sólo que ése era el bar de mi barrio, frente a la parroquia de
Saint Ferdinand, y pedí una caña. Apoyado en la barra me gustaba oír, que no
escuchar, las conversaciones que circulaban a mi alrededor, y darme cuenta de
cómo la lengua francesa no me había abandonado pese al desuso, y cómo el tono
de las gentes seguía intacto por mucho tiempo que pasara. Y por mucho que
hubiese pasado por mí.
Y
ya de noche, sentado frente a la inmensidad de la Torre Eiffel , en aquel peldaño
de los jardines de Trocadero donde me rompí el tobillo, pensaba en los tiempos
que pasaron y en los que están por venir. Pensé en que París constituía mi
primer gran recuerdo vital, y cómo soy capaz, más de veinte años después, de recorrer
a oscuras esta ciudad, tan distinta a lo que recogen las guías, y tan parecida
a lo que me ofreció entonces. No era la primera vez que volvía, y a buen seguro
no era la última, pero como siempre era distinta. Y lo supe. Supe que había
pasado mucho tiempo y que mi vida sí había cambiado, en ese mismo peldaño con
las mismas luces en frente, supe que mi vida seguiría siendo un carrusel como
el que preside los bajos de las escaleras de la basílica del Sagrado Corazón, y
de repente me gustó. Dudé. No sé si era la ciudad en sí, o la mano que cogía la
mía y me apretaba contra su cuerpo. Lo que sí sabía es que era distinta y que
en ésta me quería quedar.
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