martes, 5 de marzo de 2013

#41 POR LAS CALLES DE PARÍS.




Brillaba por encima de mi cigarro. Los dedos se me iluminaban a cada lenta y sosegada calada. Sentado en las escaleras en las que años atrás caí rodando, observaba los destellos que arrojaba la torre intentando averiguar con que criterio, o ausencia del mismo, iban a convertir aquella maravilla en una pelambrera verde, con hojas colgando desde lo más alto. Pero en el fondo ese cambio era lo de menos.

Había estado todo el día paseando por sus calles adoquinadas, el recorrido de siempre, el paseo perenne que me hacía recordar los espacios que no pisaba cuando tenía mi residencia fijada allí. Concordia, La Madeleine, bulevar de los capuchinos, Ópera, Rue de la Paix, Place Vendôme, Rue Saint Honoré… luego llegaba el Louvre, el río, el Musee D’Orsay, las islas, la espléndida catedral, barrio latino con bocata griego incluido. Mis pasos respondían a una cadencia mecánica que no por ser autómata dejaban de apreciar todo lo que me rodeaba. París era mi casa, como lo era Madrid. Y en sus gentes, que quizás no destacaban por su gentileza pero no dejaban de tener algo especial, en sus calles, los colores de las personas que arrojaban una sensación de mestizaje que ya nos gustaría por estos lares, encontraba yo una paz interior que necesitaba revivir todos los años.

Ya por la tarde subí al Sagrado Corazón y paseé por las calles del 9eme, con sus sex shops, sus trileros, sus tiendas populares, todo ello aderezado por los turistas ávidos de instantáneas originales del París que no sale en las postales. Y siempre el ambiente mestizo. Allí, en una pequeña calle descubrí hace años un restaurante que regentaba una familia del Togo, ambiente agradable con comida casera. Cada rincón me generaba recuerdos, cada paso me situaba en un tiempo pasado que comulgando con el presente me hacía descubrir una nueva ciudad que ya conocía. Y sin embargo aunque pasara una y otra vez por los mismos sitios, la estela que dejaban mis pasos era siempre distinta, supongo que porque la marca que dejan las huellas depende no sólo del camino que recorremos sino de cómo lo hacemos, del ánimo, de la compañía.

Años cruzando el río Sena por el puente de Bir-Hakeim camino de la estación de metro de Dupleix me permitieron contemplar la torre con otra perspectiva, la del que normaliza los elementos que hasta entonces los percibía con una mezcla de admiración e incógnita. Y nunca dejé de mirarla, por mucho que dos trayectos diarios me arrojaran siempre la misma imagen. Un poco más allá reposaba la estatua de la libertad, esa gran desconocida para el común de los mortales y que no era sino una réplica más pequeña del mismo escultor que en su día regaló la original a la ciudad de la Gran Manzana.

Antes de mi última parada, del reposo que encontré a la luz de un cigarro encendido, me dejé caer por el Franc Tireur, un café como muchos otros que trufan las calles de París, sólo que ése era el bar de mi barrio, frente a la parroquia de Saint Ferdinand, y pedí una caña. Apoyado en la barra me gustaba oír, que no escuchar, las conversaciones que circulaban a mi alrededor, y darme cuenta de cómo la lengua francesa no me había abandonado pese al desuso, y cómo el tono de las gentes seguía intacto por mucho tiempo que pasara. Y por mucho que hubiese pasado por mí.

Y ya de noche, sentado frente a la inmensidad de la Torre Eiffel, en aquel peldaño de los jardines de Trocadero donde me rompí el tobillo, pensaba en los tiempos que pasaron y en los que están por venir. Pensé en que París constituía mi primer gran recuerdo vital, y cómo soy capaz, más de veinte años después, de recorrer a oscuras esta ciudad, tan distinta a lo que recogen las guías, y tan parecida a lo que me ofreció entonces. No era la primera vez que volvía, y a buen seguro no era la última, pero como siempre era distinta. Y lo supe. Supe que había pasado mucho tiempo y que mi vida sí había cambiado, en ese mismo peldaño con las mismas luces en frente, supe que mi vida seguiría siendo un carrusel como el que preside los bajos de las escaleras de la basílica del Sagrado Corazón, y de repente me gustó. Dudé. No sé si era la ciudad en sí, o la mano que cogía la mía y me apretaba contra su cuerpo. Lo que sí sabía es que era distinta y que en ésta me quería quedar.

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