miércoles, 20 de marzo de 2013

#43 DONDE REPOSAN LAS LÁGRIMAS



Sus enormes zapatones colgaban por la piedra y apuntaban hacia la cascada, la misma que escrutaban sus ojos con gesto reflexivo. Ahí permanecía pensativo, haciendo un recorrido por tantos años de risas. Y sin embargo, su cara no parecía la de un profesional de la alegría y el buen humor. En cierta manera aquello no había sido nunca un trabajo para él, no fue una obligación. Para Turuleto había sido una vocación temprana, una inquietud, una imperiosa necesidad de hacer que la gente fuera más feliz. Y a muy tierna edad descubrió que tenía facilidad para diseminar buen humor y carcajadas allí por donde pasaba. En el colegio ya apuntaba maneras y era capaz de arrancar una sonrisa al compañero más sieso, incluso a la señorita Gertrudis, la implacable y temida señorita Gertrudis, a la que doblegó en su particular expansión viral de la risa floja. Cierto es que tan recia profesora no se carcajeó a mandíbula batiente, pero un discreto arqueo en la comisura de los labios otorgó el triunfo a Daniel, desde ese instante apodado con lo que sería su alter ego: Turuleto.

Desde entonces no dejó de hacer reír, primero desde el ocio a sus allegados, su familia, sus amigos, aquella primera novia a la que regaló una margarita que lanzaba chorros de agua… después, y lo que paradójicamente no hizo gracia alguna a sus padres, decidió dedicarse a ello de manera profesional. Si tan bien se le daba, si realmente tenía una innata capacidad para levantar sonrisas y buen humor, bien podría vivir de ello. Aunque era consciente de su habilidad, que por mucho que se lo reconocieran públicamente él la entendía como una manera de encarar la vida, como una forma de enfrentarse a los vaivenes diarios de una forma diferente, un estilo lejos de las amarguras y las desidias. Daniel, Turuleto, iba por la vida con una sonrisa.

Fue unas navidades, cuando todos los chavales andaban pendientes de acudir a la plaza mayor, justificar las notas en casa y esperar ese último gadget tecnológico que con ansia querían para reyes. Daniel se acercó a la plaza de toros de las Ventas donde estaba ubicado el Gran Circo Mundial, a la entrada del coso podía observarse un cartel con el gran tigre blanco, el increíble y único tigre blanco de Europa. Junto a él se lucían los hermanos Tonterri, habilidosos equilibristas llegados de tierra de fuego con su único e increíble número mortal. Al otro lado de la puerta lucía orgulloso el famoso payaso Farfó, el más increíble de los Clowns que jamás había visto Daniel. Y esto no figuraba en  el cartel, no, esto era una certeza que hacía tiempo que inspiraba a su alter ego. Compró una solitaria entrada ante la mirada curiosa de tanta familia que acudía jovial a la cita anual con el circo en Navidad. Una vez dentro se las ingenió para colarse en los camerinos, y con el pulso a mil por hora y sudores fríos, tuvo el valor de llamar a la puerta de la caravana de Farfó. En ese momento la sonrisa no era precisamente lo que lucía su rostro.

Lo que pasó a continuación no es del todo relevante, o más bien cómo ocurrió, porque el resultado si fue algo que marcó su vida. Lo cierto es que Daniel estuvo un rato departiendo con Farfó, el cual no sólo quedó gratamente sorprendido con el espíritu jovial de aquel joven, sino que rió y rió sin parar ante las tontunas que el ya interiorizado Turuleto hizo en aquella pequeña caravana. Unos meses después, cuando Farfó decidió retirarse de la escena circense, le propuso al dueño del circo que fichara a Daniel. Bueno, en realidad le convenció de que fichara a Turuleto. Después de asimilar el disgusto paterno y la condescendencia materna, Daniel se subió a una caravana de la que no bajaría hasta cincuenta años después.

Cincuenta años pasó haciendo reír a niños y mayores, a gentes de todo el mundo, a personas de climas fríos y a habitantes del trópico, en grandes ciudades y en pequeños pueblos. Turuleto se convirtió en el principal reclamo del circo, ni el tigre blanco, ni siquiera el oso pardo que montaba en patinete fueron capaces de distraer la atención del público que pagaba la entrada con el principal fin de reír hasta llorar con la actuación de Turuleto.

En sus ratos libres, que cualquiera que conozca la vida del circo sabrá que no eran muchos, Daniel se acercaba a hospitales infantiles, a residencias de ancianos, a hogares de acogida, y con una sencilla nariz roja y aquellos zapatones que durante tantos años siempre habían ido con él, se transformaba en Turuleto y aplicaba el mejor de los tratamientos, daba la más grata de las compañías y hacía vibrar a las personas a las que dibujar una sonrisa les costaba más que a la mismísima señorita Gertrudis. Pero siempre lo conseguía. Turuleto era único.

Y allí estaba sentado, a sus casi setenta años mirando el manantial que brotaba debajo de la colina donde estaba instalado el circo cuando no viajaba por todo el mundo. Hacía mover sus zapatones con cierta melancolía, como si dejara escapar las penas de las que a otros liberó. Sabía que llegaba la hora de dejar paso a otros payasos, a otros chicos que como él vivían la vida de una forma diferente, que se entregaban a los demás de una manera distinta. Ahora estaba el joven clown polaco, Romas se llamaba, y cuando salía a escena se transformaba en Romonó y tenía mucha gracia y mucha ternura a la vez. Era bueno, y como era bueno había que dejarle que se abriera paso en el mundo de las risas, pero sobretodo había que dejar que se diera al público, que se diera a niños y mayores. Y en eso que llegó Romas caminando por el pequeño camino de tierra que llegaba  al risco sobre la cascada en la que estaba sentado Turuleto y se sentó a su lado.

- ¿Qué miras Daniel?- le dijo con la timidez que caracterizada al chaval que se escondía debajo de descarado Romonó.

- Miro este río desde hace años cuando paramos una temporada aquí - dijo Daniel sin quitar la mirada del caudal. Y prosiguió- Miro su agua, su ritmo, su corriente, miro como vibra y siento que está formado por cada una de las lágrimas que le he robado al tiempo, a la vida de esas personas que me regalaron su sonrisa.

Y en ese momento, y por primera vez en su vida una lágrima rodó por su mejilla, y tras pasar la comisura de sus labios, que no habían perdido la sonrisa en ningún momento, cayó al río para perderse entre tanta agua o tanta lágrima. Entonces tuvo la certeza que había llegado la hora de dar paso a otros con sus risas.


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