A pesar de que la tarde había sido soleada,
el fuerte viento trajo a las nubes que rápidamente cubrieron el cielo.
Enseguida cayó la noche y la tormenta tampoco tardó en llegar. Primero unas
pesadas gotas de agua golpearon suelos, tejados y paredes. Y a continuación los
primeros truenos. Al principio lejanos. Cercanos después. Las gotas de lluvia
no tardaron en difuminarse y unirse unas a otras para crear una cortina espesa.
Relámpagos iluminaron cielo y tierra a intervalos cortos. Sus broncos espasmos
hacían temblar los cristales de las
casas. Los niños lloraban y las mujeres miraban con celo hacia arriba. Los
hombres agachaban sus cabezas y trataban de pensar en otras cosas. Los primeros
rayos crepitaron en el cielo dibujando rectas torcidas. Lejos. Y cerca.
Golpearon los primeros en los solitarios árboles de las praderas y los
pararrayos temblaban por el viento y el temor. Algunos hicieron su trabajo
cuando las fuertes sacudidas de luz y electricidad les alcanzaron. Otros
murieron en acto de servicio. Inevitable ante enemigo tan decidido. Los charcos
de las calles al crecer se unieron unos con otros y se dirigieron al mar en
creciente velocidad, llevándose consigo todo lo que pudieron agarrar. Tiraban
de los troncos de los árboles, de los
postes de teléfono, de los carteles de las paredes de los cines. Los arañaban a
todos ellos con sus húmedas y duras garras.
Dos horas duró el Apocalipsis para algunos,
para otros fue eterno. Para los menos, apenas fue una de tantas tormentas que
ya habían vivido y vivirían más veces. Las nubes se retiraron tras la lluvia y
el viento amainó. Los niños abandonaron el llanto y durmieron en paz. Las
mujeres dejaron de mirar al cielo y los hombres alzaron los ojos entonces para
ver el estrellado firmamento y asegurarse de que aún permanecía allá. Allá.
Allá.
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