Violencia. Pensaba en ello
mientras en sus ojos se reflejaban las llamas detrás de aquel contenedor
volcado. En su mano una botella con la mezcla precisa de gasolina y jabón. Y un
trozo de trapo a modo de mecha. Detrás de la improvisada barricada un tropel de
militares guardaba celosamente a su amo. Le protegían de una masa enfurecida
que no acababa de entender cómo podía tener precisamente eso, una guardia
pretoriana a su servicio, cuando no dejaban de ser parte del pueblo que él
mismo estaba esquilmando.
Le temblaba la mano. Violencia lo
llamaban. Violencia era despojar a un pueblo de su ser, violencia era arrojar a
las familias a la miseria. Un contenedor ardiendo no era sino la consecuencia
lógica de aquel desmán. Sus ojos brillaban en una película de lágrimas que no
terminaban de desbordarse. Y ahí se podía contemplar la miseria, la indignación,
las dudas. Pero también la firmeza, la resistencia, el ansia.
Hacía días que estaban acampados
delante del palacio presidencial. La chispa prendió con las nuevas tasas
universitarias. Una medida más de las que se venían tomando desde hacía meses y
que habían arrojado a la cuneta a miles de ciudadanos de clase media y baja,
generando una población mísera y sin esperanzas. Pero todo cambió cuando el
cacique que se parapetaba detrás de los muros de aquel edificio metió mano a la
población universitaria. En la práctica convertía los estudios universitarios
en un privilegio, privando a gran parte de ellos de la posibilidad de finalizarlos.
Carla era una de ellas. Llevaba
tres años compatibilizando la carrera de ciencias políticas con un trabajo de
mierda en un bar de copas. Había aprendido a estirar las noches acortando el
sueño para sacar adelante las asignaturas. Sabía que terminar la carrera sería
el punto de inflexión en su familia, donde generación tras generación se habían
visto abocados a empleos precarios y mal remunerados, por falta de titulación.
Pero ahora, con la espalda pegada a aquel contenedor, el futuro era tan gris
como ese humo que se alzaba de las barricadas. Un intenso compromiso social y
de lucha habían precedido a aquel día, a ese momento en el que asía una botella
explosiva. Antes manifestaciones, charlas, encuentros y asambleas. Pero nada
había servido.
Violencia lo llamaban. Truncar
los sueños es violencia. Empujar a la pesadilla es violencia, pensó. Y Carla
quería seguir soñando. Se alzó sobre el contenedor con la cara tapada, y en un
gesto casi ceremonioso prendió el trapo que hacía de mecha y, con todas sus ganas,
arrojó la botella ardiendo contra el cordón militar. A Carla no la despertarían
porque ella quería seguir soñando.
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