Marie
consiguió una beca para estudiar en la Université de Genève. Dedicó todo su bachillerato
y primeros cursos de Ciencias a profundizar en el campo de la genética. Antes
de terminar segundo publicó un artículo en el Animal Genetic Resources, y un
año después publicó su primer libró basándose en ese artículo. Su juventud,
logros y evidente pasión por la genética la pusieron a la cabeza de la lista de
solicitantes de esa beca en Suiza. Así que no había terminado el mes de agosto
cuando se despidió de sus padres y hermano pequeño y, arrastrando su maleta,
salió hacia el aeropuerto. Durante el
vuelo quiso imaginar su versión de Ginebra. No la de cientos, miles de personas
que habían expuesto sus opiniones y fotografías a lo largo y sobre todo ancho
de Internet, sino lo que ella creía que sería Ginebra para una chica de
veintitrés años, sin la carrera terminada, saliendo sola de debajo de las alas
de papá y mamá para investigar el mundo. Esto último casi tenía más importancia
que la propia genética por la cual y a la cual, irónicamente, agradecía sus
éxitos en la vida. Ginebra al final resultó ser bastante parecida a lo que ella
imaginó. Por lo tanto, no resultó ser una sorpresa, ni para bien ni para mal.
La ciudad, a pesar de su modernidad, estaba muy estéticamente anclada en La Ilustración.
Distinto. Bonito. Antiguo. Europeo. Por sus calles había de
todo tipo de gente, pero por destacar algo teniendo en cuenta su condición,
Marie vio mayoría de estudiantes ausentes y concentrados en sus propios
estudios durante el día, y despistados y muy ocurrentes por las noches en determinados bares después
de determinadas cervezas. Durante un año entero Marie formó parte de todo
aquello hasta que la beca tuvo fin, lo cual le hizo retornar al lugar de donde
había partido y ocupar su lugar familiar junto a su hermano y sus padres.
Marie se quedó
embarazada en el último curso de instituto. Quiso abortar, pero no lo
consiguió. Lo que sí había conseguido unos meses antes fue un trabajillo en el
MacDonald’s limpiando suelos, baños y papeleras. Casi consiguió también que les
diera un infarto a sus padres cuando se enteraron. En la peluquería, una señora
le dijo: “Chica, no sé cómo puedes llevar así de bien lo de tu hija”. “No sé de
qué me hablas”, contestó ella. “Pues qué va a ser”. Y se lo confirmó su propia
hija cuando al llegar a casa se lo preguntó abiertamente. El padre, un chaval
de la clase. Trabajaba por las noches en una gasolinera. No tenía más familia
que un hermano mayor que hasta el siguiente año seguiría siendo su tutor legal.
Marie, ante el estado de nervios y frustración de sus padres, antes de que
acabara el mes de agosto, hizo una maleta con algunas de sus cosas y se fue a
vivir a casa del padre de su futuro hijo. Su madre hizo limpieza en el
dormitorio de su hija como si nunca hubiera existido ésta y enseguida le dio
otro uso, que la casa no era muy grande y falta le hacía el espacio. Por lo que
ella a respectaba, nunca tuvo una hija. Y así se lo hizo saber a cada persona
que durante los siguientes meses le preguntaba por ella. Marie y su chico se
cuidaron lo mejor que supieron. Ella trabajó hasta casi el final del embarazo.
Los amigos les fueron consiguiendo ciertas cosas que pensaron necesitaría el
bebé. El día del parto llegó. Hubo complicaciones en el quirófano y el bebé
nació muerto. Los padres volvieron a casa a los dos días con los brazos y las
almas vacíos. Durante unos pocos meses se echaron en cara la muerte del bebé,
la inseguridad que sentían y la pobre vida que llevaban. Coincidieron al fin en
que lo mejor sería separarse y cada uno siguiera por su lado. Sin el bebé ya
nada les unía. El padre de Marie abrió la puerta cuando ésta tocó el timbre. La
abrazó y la dejó entrar. No hablaron pero se lo dijeron todo. Marie volvió a
ocupar su dormitorio y su lugar familiar junto a su hermano y sus padres.
Lo cierto era
que ninguna de aquellas historias sucedió. La realidad fue que a mediados de
agosto la chica se ausentó de su casa. En ella quedaron su hermano y sus
padres. Tampoco se llamaba Marie. ¿Tal vez María? ¿Lucía? Una incógnita. Todo
el otoño, invierno y primavera siguientes el dormitorio estuvo desocupado. Las
cortinas que siempre habían permanecido cerradas ocultando el interior de la
estancia ahora dejaban ver los muebles y el espacio vacío que la chica había
dejado. De vez en cuando un tendedero portátil aparecía y desaparecía a los dos
días. Algunos indicios de que allí estuvo la chica se veían desde mi ventana:
un peluche, un póster de no sé qué famoso. Entonces se veía todo sin el telón
opaco que impedía que se la viera a ella cuando permanecía despierta con la luz
encendida hasta las cuatro o cinco de la mañana. Un día las cortinas volvieron
a cerrarse y la luz volvió a encenderse hasta altas horas de la madrugada. Ella
había vuelto a ocupar su lugar familiar junto a su hermano y sus padres. ¿Dónde
estuvo todo ese tiempo? Nunca lo supe. Cada vez se me ocurrió algo distinto.
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