Ruperto Cosí se había quedado mudo. Una buena
mañana se despertó y, cuando quiso dar su diario buenos días en forma de
“¡Mierda de vida!”, ningún sonido salió por su boca. Lo volvió a intentar y
nada. ¿Un carraspeo? Nada. No sentía dolor de garganta ni ninguna otra
molestia. Simplemente se había quedado sin habla. Cuando salió de su habitación
su hermana comenzó a soltarle a bocajarro la retahíla de tareas que ella ya
había llevado a cabo desde que perdiera el sueño, allá hacia las cuatro y media
de la mañana, mientras él había permanecido en la cama.
―¿No dices nada? ―protestaba la hermana, con
los brazos en jarras esperando una explicación.
Un día normal Ruperto habría entrado a
discutir con su hermana, como solía, y la pelea habría quedado en tablas yéndose
cada uno por su lado, juntándose después a la hora de comer para un segundo
asalto. Pero aquel día no. Aquel día Ruperto miró fijamente a su oponente,
abrió la boca todo lo que pudo y con el dedo índice de la mano se señaló repetidamente
hacia el fondo. Luego bajó la mano, cerró de nuevo la boca y continuó con la
mirada en los ojos de su hermana.
―Ahora resulta que te has quedado afónico. Te
llevo diciendo toda la vida que las bebidas frías te iban a hacer mal, pero tú
ni caso. Y yo ya no sé… ―. Pero ahí tuvo que dejarlo. Ruperto se había dado la
vuelta y había desaparecido con su andar tranquilo.
Como todos los días, una vez puesta la
gorrilla, salió a la calle y dirigió sus pasos con las manos en los bolsillos
al banco en el que su pequeña pandilla de jubilados esperaba su llegada. O al
menos un sitio le reservaban. Nada más cruzar la calle principal se cruzó con
el alcalde.
―¡Buenos días, Ruperto! ¿Cómo se encuentra
hoy? ―Cuando éste quiso contestar se dio cuenta de que no profería vocablo
alguno, así que optó por hacer el mismo gesto que a su hermana, sumándole una
subida y bajada de hombros con cara de resignación. ―Bueno, pues a cuidarse ese
catarro entonces. ¡Que pases buen día! ―Y Ruperto levantó la mano con gesto de
saludo y asintió entornando los ojos, antes de seguir su camino.
No era él ajeno a la burla que produciría su
mutismo entre sus contertulios del banco. ¡Menudos eran todos como para
perdonar un hecho que se saliera de la normalidad sin darle un par de cientos
de vueltas! Pero lo asumía y, en definitiva, poco le importaba. Y así fue: el
Manolo empezó con que si por fin la
Perica , su hermana, se había atrevido a cortarle la lengua
para echarla al guiso. El Lorenzo continuó con que qué se habría metido en la
boca la noche anterior. El Martín con que si los había dejado a todos sin
habla. Y el Pacorro con que si no tenía nada que contestar a todo lo que le
decían. Él se dejaba hacer, qué remedio, y de hecho sonreía ante el buen humor
grupal y las ocurrencias de unos y otros. El Lorenzo sí que le sugirió, pasado
el tiempo de gracietas y chanzas, que se hiciera con una libreta y un lápiz
para plasmar por escrito lo que quisiera transmitir. Pero Ruperto negó
directamente con la cabeza. No le apetecía a él andar escribiendo todo el día a
todo el mundo. Y de hecho, cuando le preguntaban él asentía firme, o meneaba la
cabeza levantando las cejas, o acompañaba su gesto facial con un chasqueo de
dedos o palmas. Y así se hizo entender aquella mañana y las siguientes. Y no
fue especialmente incómodo.
Un día, volviendo de su cita con los amigos,
al cruzar una calle algo distraído pensando en sus cosas, un coche frenó haciendo
chirriar las ruedas para evitar atropellarle. Enseguida salió del vehículo un
cuarentón envalentonado por verse cargado de razón, dispuesto a humillar en lo
posible al jubilado a base de gritos e insultos plenos de desprecio hacia
Ruperto, su edad y su condición. A verse éste desarmado de voz para contestar,
se acercó al conductor y, sin mediar preparación, le despachó con una mano
abierta. Dio media vuelta y continuó su camino pensando en lo práctico de no
tener que desperdiciar palabras.
A la mañana siguiente Ruperto había
recuperado la voz. Pero nadie lo supo nunca, pues aquellos días se había
sentido muy cómodo en su condición de mudo y así quería seguir el tiempo que le
quedara. ¡Qué placer el de no tener que dar siempre una opinión! ¡Qué gustazo el
de poder dar un golpe en la mesa y que nadie te llamara grosero! ¡Qué lujo
poder estar callado y dedicarse uno a sí mismo cuando quisiera sin ofender a
nadie! Aquello comenzaba a ser vida para él.
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