El silencio en las confirmaciones de tantas invitaciones,
el secreto de la novia por no dejarse ver antes del oficio. Los padrinos y
testigos sin pluma con la que atestiguar el enlace. El nudo de aquella pajarita
alrededor de mi cuello. Me apretaba. Pero todo iba según lo previsto. Iba a ser
perfecto. Con ella.
Cuando el sol rasgó la mañana y penetró en la habitación,
yo ya me encontraba sentado en el camastro. O puede que no fuera el sol, ya que
el parpadeo de la luz, a modo de redoble de tambor, hacía presagiar con su intermitencia una
ceremonia atropellada. Olía con intensidad a amoníaco y desinfectante. Tan poco
amables como eran, me ayudaban a vestirme. El traje me quedaba como un guante.
Aunque pudiera parecer excéntrico decidí ir de blanco.
En tal señalada fecha el entorno a ratos me complacía, y
la incertidumbre de mi unión no dejaba de aportar la emoción requerida en tales
ocasiones. Me apretaba el traje. Se lo tenía dicho. Que tan ceñido no nos
gustaba, pero ya no quedaba tiempo. Me apoyé en la pared acolchada, en espera
de que llamaran a la puerta para acudir a mi enlace. Aunque lo cierto es que
rara vez llamaban, sería por no hacer ruido, pero a mí me gustaba que llamaran
a la puerta. Desde muy pequeño me enseñaron a hacerlo. Mi madre me decía que
uno nunca sabía en qué disposición podríamos encontrar a los moradores de las
estancias, a las meigas que elucubraban en nuestro pazo de Barro. Y me
acostumbré a llamar. Siempre suave, con los nudillos juntos, esperando que mi
padre, muerto en la mar hacía diez años, me dejara pasar. Y me acostumbré a
esperar.
Como la esperaba a ella ahora, o ella a mí allá donde
estuviera después de aquella última vez que la vi. Es posible que tras aquel
abrazo fuera ella la última que me vio ya que cerró los ojos y se dejó abrigar
por mí. La envolví con dulzura en una manta y la dejé reposar. Después no se
volvió a saber nada. Hasta hoy. Esperábamos ansiosos los dos el enlace. Yo lo
sabía, ella seguro que también me esperaba.
Todo fue muy rápido, y pronto se fijó el día. Lo nuestro
fue un flechazo, no podíamos estar tanto tiempo separados, y tras el papeleo en
el juzgado, se puso la fecha. Y la fecha era hoy, por fin, yo vestido de blanco, después de una suculenta
cena de mi elección. Si bien es cierto que prefiero las bodas de tarde, cuando
se fijó la ceremonia para el alba me pareció un mal menor.
Vinieron a buscarme los que suponía mis padrinos, aunque
sus semblantes serios no acompañaban al feliz momento. Tampoco conocía
antecedentes de que el cura fuese a buscar al novio a su habitación, pero al
fin y al cabo no dejaba de ser un detalle de atención y me lo tomé como un
cumplido. Cuando llegué a la sala no estaba la novia, se suelen hacer esperar.
Cuestión de costumbres. Así que me acomodaron mientras me veía reflejado en un
rectangular espejo anclado en la pared. Hacía la estancia más amplia. Lo que sí
ya me descolocó del todo fue que me dieran el cóctel sin ni siquiera haber dado
el “sí, quiero”.
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