No era un apasionado de la música,
sin embargo no dejaba de escucharla. Creo que se debía a una actitud general cuyo
punto fundamental radicaba en no implicarse demasiado en las cosas. Por varios
motivos, pero fundamentalmente porque mi comportamiento obsesivo tendía a
centrarse demasiado en mis particulares focos de atención. Por eso, cuando me
sentía especialmente atraído por algo, lo echaba de mi vida. Luego estaba mi
falta de capacidad de retención. Mi memoria no era exquisita, aunque manejaba
con lucidez la capacidad de almacenar recuerdos en una especie de ralentí, sin
reparar en ellos hasta que el detonante adecuado los sacaba a flote.
Y eso era para mí la música: percutor
de la pólvora que desencadenaba mis recuerdos. Muchas canciones evocaban algún
momento de mi vida, y al sonar hacían emerger hasta hacer tangibles momentos
pasados. Algunos eran dulces bocados de mi infancia, o sabores de ésos que
ahora se llaman “fusión” y que en mi interior llevan bullendo desde siempre,
sin fechas ni modas. Los había picantes como una guindilla, ésos marcaban el
camino de los labios a la lengua, de ahí al paladar para bajar por la garganta
de nuevo a su estante en el olvido. Y, cómo no, había hueco para el amargo,
aquello que inexplicablemente se afanan en llamar los “sinsabores” de la vida. Y
pese a extirparle sus propiedades convirtiéndolo en insípido, el rastro en boca
era áspero, evocado por aquellas vivencias que uno querría sepultar en el
olvido, sin dejar cargado el cartucho que lo hace despertar. Puede que lo
almacenemos para valorar el presente, puede que nos anime a afrontar el futuro.
Los sabores dulces solían evocar a
mi infancia, y quizás algún momento de mi ya entrada edad adulta, un abrazo,
una mano entrelazada. Los Beach Boys en su formato cassete disparaban estos
recuerdos mejor que ninguno. Los picantes y los sabores fusión corrían a cargo
de Los Rodríguez y mi adolescencia efervescente en periodos de verano. Los
amargos se escondían detrás de melodías traicioneras que podían hacer fluctuar
los sabores entre el dulce y el amargo en una suerte de menú oriental
imprevisto. Canciones ñoñas de radio fórmula generalmente. Y sin embargo me
gustaba repetir, una vez encontrado el plato, por muy difícil que fuera su
digestión.
Después estaban los otros, los pata
negra, Queen, Dire Straits, Sabina… manjares para cualquier situación, sabor
del pasado, presente o futuro. Y me gustaba hacerlos sonar a modo de ruleta
rusa que rescataría un momento aleatorio, cualquier sabor tan intenso que llegara a
sentir la textura. Pero dejaba un rastro amable, agradable, aunque hubiera
desencadenado la amargura más intensa.
Y ocurría que una canción me hacía sentir
un sabor que no existía en los archivos de mi memoria; buscaba y rebuscaba pero
no florecía, y si no lo hacía era por no haberlo probado antes. Entonces con
mucha expectación lo archivaba en un cajón de momentos por vivir, sabiendo que
tarde o temprano llegaría el bocado. Y su melodía.
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