Era un mercenario y no tenía ningún reparo en
anunciarse como tal. Cada letra que manaba de su estilográfica se pagaba a
cuatro centavos. A él habían recurrido amantes despistados, comerciantes
endeudados, y hasta en una ocasión el propio alcalde, queriendo redactar un
bando en ausencia de su responsable de escritos y dimediretes.
En el precio se debía incluir la “tasa sentida”, que no
era sino una muy particular fiscalidad que el Pocho de la pluma (así era como
le llamaban) aplicaba a lo que le pedían poner por escrito. Si se trataba de un
despido, y el jefe era un perro chingón de los que disfruta con semejantes
desgracias, le aplicaba un suplemento de cincuenta por ciento. Si no lo quería
pagar que aprendiera a escribir. Ese impuesto discrecional se lo entregaba el
Pocho al despedido. Cada uno hacía la revolución a su manera, pensaba mientras
mojaba la estilográfica en el bote de tinta.
Sin embargo, cuando era una misiva emocionada, una
carta de amor, un aviso de reencuentro o cualquier otro feliz acontecimiento,
la letra estaba de saldo. El Pocho movía con armonía la pluma, como un pintor
tintando el mundo al son de una sinfonía atronadora. A veces incluso cerraba
los ojos, tocaba la cara del cliente, se movía a su alrededor recitando alguna
frase a modo de mantra. Más parecía un rito vudú que un ejercicio literario. Al
final siempre llegaba el pedido, ya fuera en verso o en prosa, pero la
esperanza del solicitante se plasmaba en aquellos trozos de papel reciclado que
el Pocho empleaba para sus escritos. Aprovechaba el reverso del papel usado, no
por una cuestión de ecología y reciclaje, sino porque el Pocho insistía que la
historia que aportan los textos no estaba sólo en las palabras, sino en el
bagaje de quien las transporta, y éste no era otro que el papel donde se
dejaban caer las palabras y se ordenaban para dar forma a lo que el corazón, el
amor o la ira, la inquietud o la alegría, la esperanza, la desazón o la envidia
desperdigaban sin patrón.
Por eso el día que el Pocho enfermó y dejó libre su
esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, los vecinos
enmudecían al pasar por su humilde letrero que rezaba “Mercenario de la
palabra. Usted señale, que yo disparo”. Y más tarde su corazón dejó de bombear
vida, y con ella se marcharon sus letras, su cañón y su recámara. El mercenario
dejó un hueco en la esquina, en la calle y en las almas de aquellos que querían
decir por tener que contar, pero no sabían cómo hacerlo. Y en una especie de
procesión improvisada, por primera vez el Pocho se hizo letra en boca y en
manos de otros, cuando cada vecino se acercó para dejar al lado de su cartel,
en aquella esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, un
trozo de papel ya usado, con letras dibujadas sin orden ni concierto, un baile
de signos que sabían que allá donde anduviera el Pocho, sacaría un rato para
darles orden y regalarles un último verso. Y éste estaría de saldo. Por
liquidación.
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