―Te estaba esperando ―le dije.
―Lo siento, pero no estoy sola.
Aquél fue nuestro primer encuentro. Cada vez que mi enfermedad me
llevaba al hospital, recorría todas las habitaciones en su busca sin hallarla.
Seguí buscándola por aquellos lugares que yo sabía solía frecuentar. Mi
debilidad me llevó al mundo de las drogas y el alcohol. A menudo me parecía ver
su cara de nuevo, pero era mi ansia por encontrarla lo que me llevaba a
imaginarme su rostro en el rostro de otras a las que usé y tiré por ser imitaciones.
Mi actitud me enzarzó en peleas de las que salía mal parado. Tal vez lo que
quería era acabar en el hospital para que ella volviera a entrar en mi
habitación y me dijera "hoy he venido a verte". Sabía que era amante
de las carreras ilegales y durante un tiempo me dediqué a correr contra otros
por polígonos abandonados y carreteras secundarias a oscuras. Siempre con la
intención de encontrarme con ella. Pero no la vi por allí.
Mi enfermedad mejoraba y eso me alejaba del hospital. Casi había
empezado a olvidarla, pero mi subconsciente enfocó mi carrera periodística para
llevarme a conflictos bélicos como reportero. Yo sabía que ella viajaba con
bastante frecuencia a esos lugares y, con poca esperanza y desgana, la buscaba
también. Nada.
Visité otros sitios más tranquilos donde sabía que ella se retiraba a
meditar y estar sola, y durante un tiempo dormí al raso en cementerios
esperando verla aparecer. Aullaban los lobos y los cipreses se alzaban firmes.
Ni rastro de ella.
Decidí darme por vencido. Me centré en la cura de mi enfermedad sin
buscarla ya más. Durante mi sorprendente recuperación conocí a una enfermera
que se enamoró de mí y la correspondí. Salimos un tiempo y nos casamos. Ella
era firme defensora de los derechos humanos y yo la acompañaba a los eventos
que ella me proponía.
Una tarde acudimos juntos a una concentración en contra del hambre en
el mundo. Aparentemente un grupo de radicales aprovecharon para mostrar sus
pancartas políticamente tendenciosas y el ambiente se puso feo. La policía no
hizo diferencias y comenzó a cargar. Corrimos para evitar los golpes. Ella
tiraba de mi brazo guiándome hacia un lugar seguro cuando la reconocí. Allí
estaba. De pie. Sola. Parada en mitad de la muchedumbre que corría a su
alrededor. Mirándome con sus profundos ojos. Iba vestida igual que la vez que
la conocí: vaqueros y sudadera con capucha negros. Solté la mano de mi chica y
la perdí entre el gentío alborotado. Me paré delante de la que me miraba
fijamente con una sonrisa cálida.
―Te busqué tanto tiempo…
―Lo sé ―dijo―, pero no estaba preparada. Y tú tampoco.
Lentamente se acercó y me abrazó. Sentí su fuerza alrededor de mi
cuello y el sorprendente calor de su cuerpo en contacto con el mío, como si no
lleváramos ninguna ropa. En ese momento supe que jamás me separaría de ella.
Ella ya no me dejaría, no desaparecería. Sería suyo eternamente.
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