Yo
hacía tronar. Como morteros ajusticiando la calma. Ruidos que, sin dejar de ser
conocidos, cada vez que retumbaban parecían extraños. De nuevo el sobresalto y
desconcierto. Era como aquellas imágenes de las guerras que podemos contemplar
en directo en el mundo moderno, como esas muertes en directo, con sus gritos y
carreras. Como un mercado abarrotado en Sarajevo, con los silbidos de las balas
de los francotiradores haciendo su recorrido caprichoso en busca de algún
incauto que hace la compra diaria. Y,
aunque quitemos el sonido a la televisión, no dejamos de oírlo.
Era
como un choque de placas tectónicas, que en un lento pero implacable movimiento
hace tambalear los cimientos de la tierra, dando la vuelta al mundo que pisan
los mortales. Ruido ensordecedor seguido de descontrol, la furia desatada que,
de tanta fuerza, dejaba de oírse.
El
batir del mar enfurecido contra el casco de una frágil embarcación, las olas
que hacen columpiarse a los pasajeros inútilmente cobijados dentro de un
cascarón al que cuesta reconocer entre la espuma bárbara que segrega la ira de
las lanzas de Neptuno. Y más gritos y terribles presagios.
Cuando
el estruendo no hace presagiar nada bueno, cuando el sonido te anuncia el fin
de la paz mundana en la que te hayas sumido. Cuando sabes que el fin está
cerca, y el mismo terror de su aviso hace que de pronto desees que llegue el
desenlace.
Me
gustaba sentir mis entrañas como un desfile militar ambientado por Wagner, con
tropas marchando firmes y gloriosas, y ese retumbar armónico, valiente,
poderoso. Alzar el cuerpo hacia un nuevo sol, un destino sólo escrito para los
más grandes, emperadores, zares, reyes.
Y
entonces me llegaba el golpe, como cada mañana, un zas que nada tenía de
armónico y poderoso, de gloria o furia. Quizás algo de ira. Y todo por mi puntual
rrriiinnnggg a las siete de la mañana.
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