Toda
la vida haciendo lo mismo, y a esas alturas sentía un enorme vacío en mi
interior. Era como si todo yo fuese un relleno que estaba puesto ahí con un
único fin. Desde que nací, desde que me asignaron un rol. Y sin embargo el
campo que siempre había vislumbrado y el cual había sido mi hogar me había
despertado intensas ansias de conocimiento, de aprender, de recorrer mundo y
atesorar nuevas vivencias.
Pero
me sentía anclado a esa tierra, y sentía la responsabilidad de velar por ella.
Dos generaciones había visto crecer en aquellas tierras y siempre había sido
igual. De pequeños, los muchachos me prestaban mucha atención, jugaban conmigo,
incluso alguna burla caía, pero a mí no me importaba, porque me entretenían y
me sentía útil. Por un momento dejaba de pensar en mi labor de guardián de
aquellas tierras, de esa cosecha que a tanta gente daba de comer.
Y
sin embargo, aunque aquello pudiera ser una falta de lealtad, no pocas veces
soñé con ser pájaro, con comer furtivamente los granos que con tanto esmero
plantaban en la tierra seca, pero sobretodo volar, sentir que podía dejar atrás
el tedio de mi función. Con las estaciones las aves que sobrevolaban la finca
cambiaban de tamaño y de color, aunque para mí todas eran iguales. Me hubiera
gustado poder conversar con ellas, que me contaran los lugares de los que
venían, lo que habían vislumbrado desde allí arriba, ciudades, campos, pueblos,
montañas y valles. Me hubiera gustado saberlo todo del mundo y de sus gentes y
no por ser desagradecido, que yo sentía que debía estar contento por estar
donde estaba. No. Sólo era por ganas de conocer.
Pero
los pájaros no hablaban conmigo, me evitaban por muy sigiloso que yo fuera, por
mucho que no hiciera los aspavientos que el cabeza de familia, agricultor desde
que se mantuvo en pie, hacía con la azada en gesto amenazador mientras
balbuceaba todo tipo de improperios a las aves que osaban posarse en sus tierras.
Yo me mantenía quieto, con la esperanza de que con el paso del tiempo supieran
que no era una amenaza, que podían venir y contarme sus viajes y que yo gustoso
les ofrecería cobijo.
Pero
eso habría sido otra historia que reescribiría la mía. Porque yo no podía hacer
tal cosa, mi falta de lealtad no podía ir más allá de unos inofensivos sueños,
en los que apoyarme para solventar la lentitud de los días con sus noches. La
desidia que sentía se veía alterada con la visita cada primavera de un pequeño
jilguero. Desde la primera vez que llegó se atrevió a posarse en mi hombro y
podía permanecer allí durante horas. Si bien es cierto que nunca me habló, ni
me contó historias, ni emocionantes aventuras, sentía que tenerlo cerca me hacía
sentirme persona. Creía percibir el frágil aliento y el roce de su pico y eso
me recordaba lo que debía hacer y, sin embargo, no estaba dispuesto a aceptar.
Me hacía sentir vivo. Y sin más puede que no se aprecie el valor, pero se
convierte en algo extraordinario cuando estás hecho de trapos y paja.
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