martes, 22 de enero de 2013

# 35 CUESTIÓN DE AMOR.




Hacía diez años que nos habíamos conocido, una tarde de lluvia en el barrio húmedo de León cerca de la catedral. Yo miraba entretenido unos libros antiguos en una librería de ésas de las que no quedan, con su librero viejo, en el que se podía apreciar la piel marcada por tantas páginas leídas. Ella cruzó la calle con  un paraguas rojo que daba luz a la tarde gris, y una carpeta cargada de apuntes, los cuales acabaron en el suelo por un golpe de viento, o de suerte. Estaba en ese momento hablando con el  librero mientras le pagaba una vieja edición de El Extranjero de Camús, cuando la sonrisa de éste me hizo girar, y cuando el hombre asintió sin decir nada entendí que me estaba empujando hacia ella. Después de recoger los folios mojados volvimos juntos a por el libro, pero el viejo ya no estaba en la tienda. Un pequeño paquete de papel estraza estaba apoyado contra la puerta. Una nota rezaba “Ya me lo habéis pagado. Gracias y suerte”.

Adela, que así se llamaba ella, y yo nos miramos tímidos, sonreímos y con su brazo alrededor del mío nos metimos en una cafetería a secarnos y tomar un café. Y a contarnos. Y vaya si nos contamos, no paramos de hablar durante horas. Ella era de Madrid, como yo, y estaba en un seminario sobre química o algo así. A decir verdad nunca presté demasiada atención a lo que me contó esa tarde, embobado como estaba con su mirada y su sonrisa vergonzosa. Yo le conté que estaba visitando unos familiares, que también era de Madrid, que vaya casualidad, que qué suerte de golpe de viento, que qué bonito era León, que si había visto la catedral…y tuve que parar a beber agua porque la estupidez y los nervios estaban pasándome una mala jugada. Pero ella reía.

Desde aquel momento no nos separamos y ella siguió riendo, y yo diciendo estupideces, y ella riendo. Por eso sabía que me quería con locura, porque siempre me reía las gracias, siempre acompañaba mis torpezas verbales con una sonrisa de apoyo, siempre me escuchaba por nimio que fuera lo que tuviera que contar. Y yo la correspondía. Si bien la escucha no era mi fuerte, la apoyaba en todos sus lances, la acompañaba en sus miedos, la besaba sin cesar, la acariciaba hasta el sueño, y así pasaron los años despertándome cada día con la certeza de saber que si no me la hubiera encontrado aquella tarde lluviosa en el barrio húmedo de León, la vida me la hubiera colocado en otro cruce, en otra historia, pero ella y yo formábamos la coalición perfecta.

Por eso volvía a casa con la ilusión de aquella tarde. Yo trabajaba siempre hasta la noche, pese a lo cual ella me esperaba para cenar, siempre habiendo elaborado unos cuidadosos platos, siempre habiendo dispuesto la mesa para dos, decorada como los días de fiesta, de visita. Pero sólo para nosotros, con unas velas en el centro. La primera cena a la que me invitó, ya en Madrid, dispuso así la escena, y cuando le insinué jocoso que lo hacía para pillarme, me miró a los ojos y me dijo “quédate a mi lado y todas nuestras cenas serán especiales y estarán acompañadas por velas”. Y vaya si lo cumplió. Cada noche, desde que al poco de volver de León nos fuéramos a vivir juntos, había puesto la mesa para los dos, con sus velas en mitad de la mesa, iluminando la escena y dándonos la luz que en su día irradió con su paraguas rojo.

Todo era maravilloso, como en esas películas romanticotas en las que las parejas desprenden tanto dulzor que uno casi está tenso porque no sabe cuándo se va a torcer, pero no se tuerce. Pues así era nuestra vida. Adela y yo, yo y Adela. Sorteábamos los vaivenes de la sociedad estresante en la que vivíamos con espacios de intimidad cuando volvíamos del trabajo, ella de funcionaria en el ministerio de Industria, yo de abogado en un prestigioso bufete de la capital. Nos sentábamos en el sofá con sendas copas de vino y después de contarnos nuestras respectivas jornadas, nos mirábamos, sonreíamos y hacíamos planes para el siguiente fin de semana. Una escapada a una casa rural, un par de días de esquí, quizás una nueva capital europea para pasear nuestro amor. Nos encantaba París, las luces, sus anchas avenidas. Allí, en el tercer piso de la Torre Eiffel una mañana de lluvia, como el día que nos conocimos, le pedí que se casara conmigo hacía seis meses. Todo era perfecto.

Llegué a casa a la hora de siempre ese día tan especial de nuestro décimo aniversario, con un ramo de diez rosas rojas en una mano y la vieja edición de El Extranjero de Camús que el viejo me regaló hacía diez años sabedor seguro del destino que nos esperaba. Lo había envuelto en papel de estraza, anudado con cuerda vieja, tal y como lo encontramos en la puerta de la librería, deseoso de abrazar a mi amada, de poder conversar con ella durante una cena romántica. Abrí la puerta nervioso, como un novio primerizo, pasé al salón, y allí estaba ella sentada en el sofá, hermosa como siempre y como nunca, con un brillo especial en los ojos, como si hubiera llorado, supongo emocionada por tan feliz fecha. Se levantó, me miró con sus ojos vidriosos y me dijo:

- Estoy harta. Me voy.

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