Hacía diez años que nos
habíamos conocido, una tarde de lluvia en el barrio húmedo de León cerca de la
catedral. Yo miraba entretenido unos libros antiguos en una librería de ésas de
las que no quedan, con su librero viejo, en el que se podía apreciar la piel
marcada por tantas páginas leídas. Ella cruzó la calle con un paraguas rojo que daba luz a la tarde
gris, y una carpeta cargada de apuntes, los cuales acabaron en el suelo por un
golpe de viento, o de suerte. Estaba en ese momento hablando con el librero mientras le pagaba una vieja edición de
El Extranjero de Camús, cuando la
sonrisa de éste me hizo girar, y cuando el hombre asintió sin decir nada
entendí que me estaba empujando hacia ella. Después de recoger los folios
mojados volvimos juntos a por el libro, pero el viejo ya no estaba en la
tienda. Un pequeño paquete de papel estraza estaba apoyado contra la puerta.
Una nota rezaba “Ya me lo habéis pagado. Gracias y suerte”.
Adela, que así se llamaba
ella, y yo nos miramos tímidos, sonreímos y con su brazo alrededor del mío nos
metimos en una cafetería a secarnos y tomar un café. Y a contarnos. Y vaya si
nos contamos, no paramos de hablar durante horas. Ella era de Madrid, como yo,
y estaba en un seminario sobre química o algo así. A decir verdad nunca presté
demasiada atención a lo que me contó esa tarde, embobado como estaba con su
mirada y su sonrisa vergonzosa. Yo le conté que estaba visitando unos
familiares, que también era de Madrid, que vaya casualidad, que qué suerte de
golpe de viento, que qué bonito era León, que si había visto la catedral…y tuve
que parar a beber agua porque la estupidez y los nervios estaban pasándome una
mala jugada. Pero ella reía.
Desde aquel momento no
nos separamos y ella siguió riendo, y yo diciendo estupideces, y ella riendo.
Por eso sabía que me quería con locura, porque siempre me reía las gracias,
siempre acompañaba mis torpezas verbales con una sonrisa de apoyo, siempre me
escuchaba por nimio que fuera lo que tuviera que contar. Y yo la correspondía.
Si bien la escucha no era mi fuerte, la apoyaba en todos sus lances, la
acompañaba en sus miedos, la besaba sin cesar, la acariciaba hasta el sueño, y
así pasaron los años despertándome cada día con la certeza de saber que si no
me la hubiera encontrado aquella tarde lluviosa en el barrio húmedo de León, la
vida me la hubiera colocado en otro cruce, en otra historia, pero ella y yo
formábamos la coalición perfecta.
Por eso volvía a casa con
la ilusión de aquella tarde. Yo trabajaba siempre hasta la noche, pese a lo cual
ella me esperaba para cenar, siempre habiendo elaborado unos cuidadosos platos,
siempre habiendo dispuesto la mesa para dos, decorada como los días de fiesta,
de visita. Pero sólo para nosotros, con unas velas en el centro. La primera
cena a la que me invitó, ya en Madrid, dispuso así la escena, y cuando le
insinué jocoso que lo hacía para pillarme, me miró a los ojos y me dijo “quédate
a mi lado y todas nuestras cenas serán especiales y estarán acompañadas por
velas”. Y vaya si lo cumplió. Cada noche, desde que al poco de volver de León
nos fuéramos a vivir juntos, había puesto la mesa para los dos, con sus velas
en mitad de la mesa, iluminando la escena y dándonos la luz que en su día
irradió con su paraguas rojo.
Todo era maravilloso,
como en esas películas romanticotas en las que las parejas desprenden tanto
dulzor que uno casi está tenso porque no sabe cuándo se va a torcer, pero no se
tuerce. Pues así era nuestra vida. Adela y yo, yo y Adela. Sorteábamos los
vaivenes de la sociedad estresante en la que vivíamos con espacios de intimidad
cuando volvíamos del trabajo, ella de funcionaria en el ministerio de
Industria, yo de abogado en un prestigioso bufete de la capital. Nos sentábamos
en el sofá con sendas copas de vino y después de contarnos nuestras respectivas
jornadas, nos mirábamos, sonreíamos y hacíamos planes para el siguiente fin de
semana. Una escapada a una casa rural, un par de días de esquí, quizás una
nueva capital europea para pasear nuestro amor. Nos encantaba París, las luces,
sus anchas avenidas. Allí, en el tercer piso de la Torre Eiffel una
mañana de lluvia, como el día que nos conocimos, le pedí que se casara conmigo
hacía seis meses. Todo era perfecto.
Llegué a casa a la hora
de siempre ese día tan especial de nuestro décimo aniversario, con un ramo de
diez rosas rojas en una mano y la vieja edición de El Extranjero de Camús que el viejo me regaló hacía diez años
sabedor seguro del destino que nos esperaba. Lo había envuelto en papel de estraza,
anudado con cuerda vieja, tal y como lo encontramos en la puerta de la librería,
deseoso de abrazar a mi amada, de poder conversar con ella durante una cena
romántica. Abrí la puerta nervioso, como un novio primerizo, pasé al salón, y
allí estaba ella sentada en el sofá, hermosa como siempre y como nunca, con un
brillo especial en los ojos, como si hubiera llorado, supongo emocionada por
tan feliz fecha. Se levantó, me miró con sus ojos vidriosos y me dijo:
- Estoy harta. Me voy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario