Se gastaba un humor de
perros. Nunca se supo a qué se había dedicado en su juventud, pero desde luego
que no debió de ser a la atención al público porque era de un desagradable sin
igual. Su casa lindaba con la del pequeño Jonás, sólo separadas por un seto
bajo, en la barriada humilde de las Chanceras. Las casas fueron construidas en
su momento para realojar a familias desplazadas por las inundaciones del 82, y
que a falta de recursos propios, el ayuntamiento construyó casas prefabricadas,
dando lugar a un barrio tipo “colmena”, como esas que se ven en las películas
americanas, cuando la cámara ofrece un plano aéreo.
Cuando Jonás jugaba en el
pequeño jardín frente a su casa, con alguna pelota de trapo o unas latas vacías
cogidas con un cordón, miraba de reojo a la parcela vecina, con una mezcla de
ansia y miedo, ya que cualquier motivo era bueno para que el señor Soto espetara
improperios y se quejara por todo lo acontecido, o lo que él suponía que estaba
por ocurrir. Si Jonás jugaba demasiado cerca del seto, le hacía aspavientos
para que no “amenazara su espacio vital”, decía. Si el padre de Jonás sacaba la
basura y las botellas tintineaban, se le oía gritar desde dentro de la casa,
molesto con el “escándalo” que montaban los vecinos.
Todo eran problemas para
el señor Soto, tantos como él causaba en el vecindario a base de peregrinas
acusaciones y quejas infundadas. Aquellas navidades estaban siendo
especialmente difíciles para la familia de Jonás. Su padre, despedido de los
astilleros un año antes, empezaba a caer en el desánimo, su madre, reponedora
en un gran hipermercado no ganaba lo suficiente para alimentar a los tres a
final de mes. El menú de los últimos tiempos se había repetido con una cadencia
que apuntaba la precaria situación que se vivía en aquella casa. Sopa “de lo
que hubiera” y patatas con “lo que se pudiera comprar”. Algo de arroz y, cuando
la minúscula huerta vertical que había instalado el padre en una de las rejas
de la casa daba algún fruto, era día de fiesta.
Una noche, a principios
de diciembre, cuando el padre y la madre de Jonás creían a su hijo dormido,
salieron juntos a tirar la basura, otra vez el tintineo y otra vez las quejas
del anciano gruñón, que tenía por costumbre vivir los 365 días del año con la
ventana del salón abierta. Debía de pagar en calefacción una barbaridad, pero
tampoco le suponía un gran esfuerzo ya que se decía por el barrio que al
jubilarse de los mismos astilleros que habían prescindido del padre de Jonás,
le había quedado una generosa pensión.
Se acercaron al seto del
vecino más de lo que el propio Jonás se podía permitir so pena de feroz
respuesta del colindante, pero querían alejarse de su propia vivienda para
tratar un tema que los tenía muy preocupados. Con las cuentas familiares en
rojo y sin redes de apoyo, este año Jonás no tendría regalos de reyes. Telmo,
su padre, le estaba construyendo a escondidas una canasta de baloncesto, con
unos maderos recogidos a pocas manzanas de su casa. Si la tenía lista, con la
pelota de trapo podrían jugar unas buenas canastas. Hablarían con el chico, con
sus ocho años se mostraba muy maduro, capaz de mantener conversaciones y de
comprender la realidad que vivían en casa. Seguro que lo entendería. O no, pero
sabían que la grandeza de su hijo residía en que nunca les haría saber la pena
de no recibir regalos como hacían sus compañeros de escuela, y también estaban
convencidos que no llegaría a sentir envidia. Si un regalo les llegaba cada día
a ellos, era el tener un hijo como Jonás.
Todo eso hablaron durante
un rato, sin fumar el cigarro que antaño compartían sentados en las escaleras
del porche, cuando su hijo, aún muy pequeño, se acababa de dormir. Ahora no
estaban los gastos para vicios ni lujos. Se abrazaron en silencio.
Había pasado la Navidad , fin de año y Jonás
se preparaba para ir a la cabalgata con sus padres. La canasta no estaba lista,
los maderos se habían mojado y al intentar ensamblarlos se habían partido.
Telmo añadió este pesar a su ya de por sí decaído ánimo. Pero lo disimularía
mientras su hijo recogía caramelos en la cabalgata, mientras soñaba con lo que
por otro lado, el propio Jonás, sospechaba que no recibiría. Pero al verles
salir hacía la parroquia, punto de inicio y final de la cabalgata del barrio,
nadie diría que estábamos ante una familia en apuros. Los tres sonrientes,
radiantes y divertidos, abrazados enfilaron la calle que subía a la iglesia.
Caminaban en un armonioso compás de cariño y apoyo, como si fueran precisos los
tres pilares para que la ilusión no abandonara nunca ese núcleo, que por otro
lado no disfrutaba de bienes materiales, pero gozaba del mayor capital que
pueden atesorar las personas. Y de eso dejaban una estela a su paso por las
frías calles camino de la cabalgata.
Ojos como platos,
caramelos en los bolsillos, algún grito de sorpresa y la mano siempre cogida a
su padre y a su madre. Ellos, se miraban por encima de la cabeza de Jonás y
retenían cada uno para si las lágrimas que querían manifestar su indignación y
tristeza por no poder ofrecer a su hijo unas navidades como al resto. No se
trataba de lujos ni consumismo, no se trataba de que Jonás percibiera estas
fechas como una ocasión de gastar, el asunto era, y cualquiera que haya sido
niño y haya vivido la ilusión de la
Navidad , que el despertar de Jonás estuviera impregnado de la
magia que iban a vivir los hijos de otros.
Llegaron a casa, y
cenaron juntos, se sentaron en el sofá y leyeron un viejo cuento que Telmo
guardaba de cuando era pequeño. La ilusión brotaba del pequeño Jonás,
escuchando atento las palabras que su madre le contaba. Muchos besos y a la
cama.
Jonás durmió del tirón,
muy diferente a la noche que pasaron Telmo y Julia, repasando una y otra vez la
explicación que le darían a su hijo. Preguntándose si no hubiera sido mejor
abordar el tema antes para que no se hiciera ilusiones. Pero hay lances en los
que uno se arriesga, pensando en lo mejor para el otro, sin que necesariamente
la respuesta obtenida sea la más acertada. El mérito de estos choques radica en
no perder de vista la felicidad del que tenemos al lado, y eso lo habían
conseguido seguro, fueran cuales fueran las repercusiones finales.
No marcaba el reloj las
nueve cuando Jonás saltó encima de la cama de sus padres emocionado, tirando de
la manta ansioso, quería ver lo que le habían traído los reyes. Apesadumbrados,
se pusieron el albornoz y fueron al salón. Jonás iba dando saltos, su padre y
su madre cogidos de la mano detrás. Ella le miró y él supo lo que tenía que
hacer:
-Jonás…- El nudo en la
garganta le impedía hablar.
En ese momento el
dingdong de la puerta aplazó la conversación..
-¿Quién será a estas
horas?- Dijo Jonás inquieto.
Y antes de que pudieran
darle el alto pasó frente al salón, sin reparar en la ausencia de presentes y
se lanzó sobre el picaporte de la puerta de la entrada.
Los tres se quedaron
petrificados. Una montaña de paquetes perfectamente envueltos, entre los que sólo
se adivinaba una pequeña bicicleta y una flamante canasta de baloncesto a cuyos
pies esperaba un balón reglamentario. El porche entero rebosaba de regalos,
tantos había que algunos descansaban sobre el césped delantero. Telmo se asomó
corriendo a mirar a ambos lados, mientras Jonás ilusionado había empezado a
desenvolver paquetes. Su madre acompañó en la mirada curiosa a su marido
cogidos de la cintura y aún sin poder articular palabra.
Se oyó un “clic” y por
primera vez vieron la ventana del vecino cerrada.
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