Corro para
esconderme. Aún no tengo muy claro por qué ni de qué huyo, pero noto ya en mi
cuerpo las consecuencias del esfuerzo de la carrera. El pecho se hincha y se
deshincha acompañando a mi fuerte respiración. En mi cuello las pulsaciones
aceleradas de mi corazón amenazan con hacer estallar sus venas. Las piernas
están empezando a doler y a agotarse. Tengo calor y sudo. Pero ahora no puedo
parar, su presencia está cerca. Está oscuro, muy oscuro. Pero puedo distinguir
el camino. Ignoro por qué mis pasos me alejan del que se supone el lugar más
seguro, mi casa. Al contrario, me voy separando más y más. Miro a derecha e
izquierda para intentar encontrar un camino alternativo. Yo soy más
inteligente, puedo intentar dar un rodeo y volver a casa por la parte de atrás,
pero eso supone seguir corriendo y sé que mis fuerzas están llegando a su
límite. No sé si seré capaz de conseguir lo que me propongo. Ahora sé que
ellos, los que me persiguen, me han visto y pronto me alcanzarán. Ni a un lado
y ni al otro hay huecos donde antes sí los había para esconderme, descansar y
tal vez despistar a mis perseguidores. Y sigo corriendo. Pero decido detenerme
en seco. Llego a la conclusión de que podré dialogar para llegar a una solución
adecuada para todos. Yo soy más diplomático. Me vuelvo y mis enemigos ya están acercándose.
Mi sorpresa se multiplica por mil cuando me alcanzan y descubro que tan solo es
uno. Jaime, mi vecino de enfrente se detiene a pocos pasos de mí. Tiene la
misma mirada felina de siempre, peo con un matiz. Ahora la dirige hacia mí.
Levanto una mano con la palma abierta como para detener su marcha. No sigas, le
digo, esto no tiene ningún sentido. Hablemos y lleguemos a un acuerdo. Jaime me
escucha y, a su vez, levanta su brazo derecho por encima de la cabeza con gesto
amenazador. Distingo en su mano una pelota de tenis, y antes de llegar a
averiguar sus intenciones, la arroja con fuerza golpeándome en la frente. Me palpo
intentando evaluar los daños. Todo está bien, menos mi sorpresa que ha crecido
aún más ante semejante actitud de mi vecino. Le miro y le veo en la misma
postura ofensiva: brazo en alto, pelota de tenis en mano. Me giro y mis piernas
vuelven a alejarme de la seguridad de mi casa. Ahora intento gritar cuando noto
un segundo pelotazo en mi espalda, pero mi voz no sale.
Mi última
imagen de mí mismo me aterroriza más que mi vecino: mi mano en la frente donde
recibí el primer impacto, mis piernas en postura de atleta y mi boca abierta
emitiendo un silencio atronador. La persecución nunca terminará. Al menos hasta
que despierte. Pero mañana volveré a quedarme dormido.
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