martes, 9 de octubre de 2012

# 20 MARCOS EN EL PARQUE.



Cuando Diana y yo por fin nos separamos, para mí las cosas fueron primero mal, luego bastante mejor que cuando estábamos juntos y, desde hace un par de días, cayendo en picado otra vez. Diana y yo éramos, como se dice de forma ridícula en ciertos sitios, una pareja felizmente casada. Tuvimos un noviazgo convencional de una duración convencionalmente larga, tuvimos nuestra convencional pedida de mano en un convencional restaurante de cinco tenedores, y una convencionalísima boda de cuatrocientos invitados, tras la cual hicimos nuestro convencional viaje al Caribe. Al año y medio vino Marcos. Si ya éramos felices entonces, nuestra felicidad creció exponencialmente llegando tan alto que, cuando a los tres años Marcos murió, nuestra felicidad se desplomó desde tal altura que fue inevitable que hubiese daños colaterales. Entre ellos, la ruptura entre Diana y yo. Sin infidelidades, sin insultos, sin una palabra más alta que la otra. El amor entre nosotros ya no tenía sentido. Si no estaba Marcos, no. Ayer mismo, cuando volvía de trabajar dando un paseo, me desvié más de lo habitual aprovechando que hacía muy buena tarde. El sol llegaba incluso a dar calor si te quedabas bajo sus rayos demasiado rato. Pero, si pasabas – como pasé yo – por delante de alguna bocacalle, entonces el viento volvía a refrescarte para permitir soportar el sol durante por lo menos un rato más. Fue en una de esas bocacalles donde, sin darme cuenta, miré hacia el final y vi árboles y un parque. No recordaba haber estado nunca en aquel parque, así que, sabiendo que tenía toda la tarde por delante si era preciso, caminé hasta allí. Al llegar, me fijé en que se trataba de un parquecillo bastante pequeño sumergido en el centro de una plaza totalmente peatonal en forma de hexágono. Los edificios que rodeaban la plaza eran antiguos, muy europeos, muy bien conservados, viviendas y tal vez oficinas probablemente caras que envidié en el momento. Todas las fachadas que daban al parque apenas tenían ventanas, pero sí balcones, lo que le daba al conjunto plaza-edificios un aspecto, bajo mi punto de vista, fabuloso y muy atractivo. El parque en cuestión estaba amurallado por una circunferencia de chopos altos, ya mayores pero fuertes, que movían sus hojas verdes al compás del ligero viento que silbaba a lo largo de las seis calles que desembocaban en la plaza, y agitaban sus ramas dibujando en el suelo luz o sombra mientras jugaban con el sol.

Justo en el mismo centro del parque un hexágono mucho menor alojaba un espacio de arena vallado con troncos de madera dejando varias puertas para permitir el acceso. Había un grupo de unos veinte niños desperdigados en el interior. Algunos corrían de lado a lado perseguidos por otros, otros permanecían sentados solos o en grupos de dos, tres o cuatro haciendo interactuar a sus juguetes con la arena, las hojas y las ramas que había por el suelo, otros estaban junto a sus madres que fumaban y parloteaban en los bancos exteriores del vallado merendando. Y otros jugaban en los columpios. Desde hace ya algunos años, los columpios de la ciudad han cambiado bastante. Ya no son los típico tubos de hierro en forma de tobogán, puente o columpio propiamente dicho que han perdido casi toda la pintura, no. Ahora incluyen madera y mucho plástico para que los niños no se hagan pupa si se golpean con ellos. Y además tienen forma de casita, de barco o de autobús. Pues en aquel parque había un barco con tobogán y una casita con puente. Un grupo de dos niños y una niña discutía a cada minuto si deberían subir en el autobús o en el barco, y argumentaban sus planteamientos sobre los beneficios y los inconvenientes de cada uno de ellos. Oyéndoles hablar, no pude evitar pensar en Marcos. El nunca había estado en ese parque, pero sin duda habría preferido el barco. Al menos así nos lo decía a Diana y a mí. Antes de saber andar ya hablaba, y justificaba su postura claramente: el barco flota en el agua y una casa no. Era de una lógica aplastante. Me acodé en la valla del recinto de los columpios e imaginé a Marcos tratando de convencer a los otros niños de su postura. Los dos niños preferían el barco. Con el barco te puedes ir de un lugar a otro y tener aventuras. Pero la niña, de unos cinco años, sabía lo que quería; es mejor la casa, porque tienes una habitación para los muñecos y vosotros podéis ser mis criados. Y aunque ellos se negaban, el resultado acabó con la niña peinando a las muñecas en el torreón de la casita mientras los niños obedecían las órdenes de su dueña intentando simular que se divertían. Marcos, lo sé, habría preferido jugar solo antes de doblegarse a la tiranía de una abusona de cinco años. Me divertí
pensando que eso habría pasado. En ese momento alguien me tocó el hombro y me arrancó de mi ensimismamiento. ¿Está usted bien? Una de las madres se me había acercado. Sí, sí, claro, contesté. Está usted llorando. ¿Es usted el padre de Lorena? Hoy ha bajado conmigo porque su madre se encontraba mal, y como no conocemos al padre… Me repuse: no, no, qué va. Me gusta venir de vez en cuando a pasear por aquí. Me sequé las lágrimas que ignoraba que habían salido de mis ojos, y me arrepentí inmediatamente del haber hecho el último comentario. Adiós, dije mientras me alejaba. Sólo faltaba que un grupo de madres pensara que un pervertido merodeaba la zona. Marcos me habría cogido de la mano, me habría acercado a él y me habría dado un beso: no llores, papi.

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