Cuando
Diana y yo por fin nos separamos, para mí las cosas fueron primero mal, luego
bastante mejor que cuando estábamos juntos y, desde hace un par de días,
cayendo en picado otra vez. Diana y yo éramos, como se dice de forma ridícula
en ciertos sitios, una pareja felizmente casada. Tuvimos un noviazgo
convencional de una duración convencionalmente larga, tuvimos nuestra
convencional pedida de mano en un convencional restaurante de cinco tenedores,
y una convencionalísima boda de cuatrocientos invitados, tras la cual hicimos
nuestro convencional viaje al Caribe. Al año y medio vino Marcos. Si ya éramos
felices entonces, nuestra felicidad creció exponencialmente llegando tan alto
que, cuando a los tres años Marcos murió, nuestra felicidad se desplomó desde tal
altura que fue inevitable que hubiese daños colaterales. Entre ellos, la
ruptura entre Diana y yo. Sin infidelidades, sin insultos, sin una palabra más
alta que la otra. El amor entre nosotros ya no tenía sentido. Si no estaba
Marcos, no. Ayer mismo, cuando volvía de trabajar dando un paseo, me desvié más
de lo habitual aprovechando que hacía muy buena tarde. El sol llegaba incluso a
dar calor si te quedabas bajo sus rayos demasiado rato. Pero, si pasabas – como
pasé yo – por delante de alguna bocacalle, entonces el viento volvía a
refrescarte para permitir soportar el sol durante por lo menos un rato más. Fue
en una de esas bocacalles donde, sin darme cuenta, miré hacia el final y vi
árboles y un parque. No recordaba haber estado nunca en aquel parque, así que,
sabiendo que tenía toda la tarde por delante si era preciso, caminé hasta allí.
Al llegar, me fijé en que se trataba de un parquecillo bastante pequeño
sumergido en el centro de una plaza totalmente peatonal en forma de hexágono.
Los edificios que rodeaban la plaza eran antiguos, muy europeos, muy bien
conservados, viviendas y tal vez oficinas probablemente caras que envidié en el
momento. Todas las fachadas que daban al parque apenas tenían ventanas, pero sí
balcones, lo que le daba al conjunto plaza-edificios un aspecto, bajo mi punto
de vista, fabuloso y muy atractivo. El parque en cuestión estaba amurallado por
una circunferencia de chopos altos, ya mayores pero fuertes, que movían sus
hojas verdes al compás del ligero viento que silbaba a lo largo de las seis
calles que desembocaban en la plaza, y agitaban sus ramas dibujando en el suelo
luz o sombra mientras jugaban con el sol.
Justo
en el mismo centro del parque un hexágono mucho menor alojaba un espacio de
arena vallado con troncos de madera dejando varias puertas para permitir el
acceso. Había un grupo de unos veinte niños desperdigados en el interior.
Algunos corrían de lado a lado perseguidos por otros, otros permanecían
sentados solos o en grupos de dos, tres o cuatro haciendo interactuar a sus
juguetes con la arena, las hojas y las ramas que había por el suelo, otros
estaban junto a sus madres que fumaban y parloteaban en los bancos exteriores
del vallado merendando. Y otros jugaban en los columpios. Desde hace ya algunos
años, los columpios de la ciudad han cambiado bastante. Ya no son los típico
tubos de hierro en forma de tobogán, puente o columpio propiamente dicho que
han perdido casi toda la pintura, no. Ahora incluyen madera y mucho plástico
para que los niños no se hagan pupa si se golpean con ellos. Y además tienen
forma de casita, de barco o de autobús. Pues en aquel parque había un barco con
tobogán y una casita con puente. Un grupo de dos niños y una niña discutía a
cada minuto si deberían subir en el autobús o en el barco, y argumentaban sus
planteamientos sobre los beneficios y los inconvenientes de cada uno de ellos.
Oyéndoles hablar, no pude evitar pensar en Marcos. El nunca había estado en ese
parque, pero sin duda habría preferido el barco. Al menos así nos lo decía a
Diana y a mí. Antes de saber andar ya hablaba, y justificaba su postura
claramente: el barco flota en el agua y una casa no. Era de una lógica
aplastante. Me acodé en la valla del recinto de los columpios e imaginé a
Marcos tratando de convencer a los otros niños de su postura. Los dos niños
preferían el barco. Con el barco te puedes ir de un lugar a otro y tener
aventuras. Pero la niña, de unos cinco años, sabía lo que quería; es mejor la
casa, porque tienes una habitación para los muñecos y vosotros podéis ser mis
criados. Y aunque ellos se negaban, el resultado acabó con la niña peinando a
las muñecas en el torreón de la casita mientras los niños obedecían las órdenes
de su dueña intentando simular que se divertían. Marcos, lo sé, habría
preferido jugar solo antes de doblegarse a la tiranía de una abusona de cinco
años. Me divertí
pensando
que eso habría pasado. En ese momento alguien me tocó el hombro y me arrancó de
mi ensimismamiento. ¿Está usted bien? Una de las madres se me había acercado.
Sí, sí, claro, contesté. Está usted llorando. ¿Es usted el padre de Lorena? Hoy
ha bajado conmigo porque su madre se encontraba mal, y como no conocemos al
padre… Me repuse: no, no, qué va. Me gusta venir de vez en cuando a pasear por
aquí. Me sequé las lágrimas que ignoraba que habían salido de mis ojos, y me
arrepentí inmediatamente del haber hecho el último comentario. Adiós, dije
mientras me alejaba. Sólo faltaba que un grupo de madres pensara que un
pervertido merodeaba la zona. Marcos me habría cogido de la mano, me habría
acercado a él y me habría dado un beso: no llores, papi.
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