miércoles, 3 de octubre de 2012

# 19 PESCADOR.



- Joder, abuelo que susto nos has dado.

Luis estaba sentado en la terraza del Amuñiz en el puerto viejo que le llamaban los chicos de ahora, bebía lento una copa de coñac y fumaba uno de esos ducados negros que tanto daño le hacían. O eso decía la gente.

- Pues de aquí no me he movido chico…

La respuesta fue tan distante como apuntaba su mirada hacia la salida de la ría, aunque se tratara de su nieto homónimo y su ojito derecho desde pequeño, ahora estaba en otro lugar. Se atusó la barba blanca que lucía teñida bajo la nariz, muchos años surcada por el humo.

- Tenemos que irnos abuelo, papá y mamá esperan con las maletas hechas.- Luis  nieto, hacía ademán de ayudar a su abuelo a levantarse.

- ¡Josiño!- grito el anciano- ponme otra de estas por favor, y al chico ponle lo que se le antoje.

- Abuelo…

- Calla y siéntate, si me lleváis a Madrid a vivir con vosotros bien puedo despedirme de María…

- La abuela ya no está, ¿recuerdas?

- Soy viejo, no imbécil. ¿Ves esta mesa, este lugar? Aquí la conocí, aquí “la pesqué”…

Josiño trajo el coñac y una caña para el nieto, momento que aprovechó Luis para encenderse otro de esos Ducados que seguro le racionarían de ahí en adelante. Empezó su relato tras una profunda calada al cigarrillo, mientras retorcía la boquilla entre sus dedos y volvía a dirigir su mirada lejos, muy lejos. Asía el cigarro y la copa con la misma mano, mientras descansaba la otra, puño cerrado sobre la mesa de madera.

Luis tenía la piel cuarteada, con gruesos surcos a modo de muescas en la culata del revolver, a modo de cosecha en el campo de su vida, pura experiencia a lomos del “Cosiña II”, su chalupa y herramienta de trabajo, con la que había salido a faenar desde los diecinueve. Pero fue mucho antes, cuando siendo un crío que no llegaba a los catorce y cuando aún se podía correr descalzo por el muelle, sin riesgo de toparse con un coche o con un turista despistado fotografiando el faro, el momento en el que se cruzó con María. Fue en el julio del 31, lo recordaba bien porqué aquel verano, con la República recién instaurada, algunas familias acomodadas de la capital se habían desplazado a los pueblos para evitar problemas. Y a diferencia de otros años, se quedaron cuando empezó el curso. María era hija de un comerciante de telas, no destacaba especialmente entre la alta sociedad, pero vivían cómodamente y solían veranear en el pueblo, junto con unas cuantas familias más de la capital. 

Una tarde, mientras corría Luís por el muelle con una nasa en una mano y un palo en la otra, detrás de Xoan, enganchó el vestido de María por accidente con la cuerda de la nasa y le desgarró un pequeño triángulo de tela.

- ¡Niño! ¡Mira lo que le has hecho a mi vestido!- La cara de María estaba roja y su expresión auguraba un final al menos tan malo como el principio de la conversación.

- Perdona “Niña”- Luis resaltó “niña” dando a entender que no eran formas de dirigirse a él- Me llamo Luis, y ha sido un accidente, te pido disculpas.

María cambió de actitud de repente y se volvió a sentar pizpireta ella en su silla de madera, en la terraza del Almuñiz. Empezó a tocarse el pelo y a intercambiar sonrisas con Pilar, la amiga que le hacía compañía mientras tomaban un granizado de limón.

- ¡Luis, coño vamos!- Xoan se impacientaba mientras Luis se acercaba a la mesa de las niñas.

- Hola, me llamo Luis- dijo tímido.

- Ya me lo has dicho- le respondió María con una media sonrisa.

- Ella es María y yo Pilar- La amiga de María vislumbró el punto débil de Luis y quiso empezar el juego.

- Bueno…me tengo que ir…nos vemos otro día…

- Seguro- Concluyó María.

Luis pasó el resto de la tarde, observando embobado el triángulo de tela que había quedado enganchado al la cuerda de la nasa. Esa noche apenas cenó y no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente se marchó al muelle y paseó durante horas delante del Almuñiz, pero no consiguió ver a María. Por la tarde, cuando fue al puerto a recoger a su padre que venía de faenar, echó otro vistazo. Nada. Cargó las bolsas azules de nécoras, y cuando se giró para volver a casa la volvió a ver, con otro vestido y con la misma amiga en la misma mesa. Dejó caer una de las bolsas.

- ¡Luis presta atención! Que se te cae todo…¡Luis!

Luis no escuchaba a su padre, se agachó a por la bolsa sin quitar la mirada de la mesa en la que las dos niñas empezaban a tomarse su granizado. Pasó junto a la mesa.

- Hola…- balbuceó

- Hola Luis- contestó María- ¿Vienes de pescar?

- Qué va, es mi padre que ha vuelto de recoger las nasas…yo algún día  también seré pescador.

- Recoger nasas no es ser pescador- respondió retadora María.

- Depende de lo que apreses, si te casas conmigo te pesco lo que quieras, entonces verás si soy pescador.

Fue decir esta frase y sentir Luis cómo se le iba tintando la cara de rojo, no entendía cómo podía haber espetado semejante bravuconada, mira que había estado toda la noche dando vueltas a cómo abordar a María, que le diría, cómo empezaría. Pues como era costumbre en él, derrapó en la entrada. Estaba a punto de darse la vuelta, salir corriendo encajar la cabeza en una nasa y tirarse al fondo del mar para no resurgir jamás cuando maría divertida le dijo:

- Tráeme un pez espada, entonces me casaré contigo.

- Sabes que no hay pez espada en la Ría…

- Tu tráemelo y me casaré contigo- sentenció María mirándole fijamente a los ojos.

Luis no articuló palabra el resto de la tarde, su madre le preguntó que por qué no cenaba, que por qué estaba tan callado, qué le había ocurrido para estar tan disgustado. Él ni siquiera la miraba, movía el puño frotando con el pulgar el triángulo de tela que había rasgado del vestido de María, como si se lamiera una herida, como si lo que intentara remendar fuese su estado de ánimo.

Aún no apuntaba el alba cuando se marchó de casa, con un burdo aparejo hecho con una rama gruesa y un anzuelo para atunes cogido con el sedal más grueso que encontró entre el material de su padre, unas caballas a modo de cebo metidas en una bolsa de plástico, botella de agua y un bocadillo. En el muelle se acercó a la chalupa de su padre, el “Cosiña I”, vigilante para que el guarda de noche no reparara en su presencia. Soltó amarras y se alejó hacia las afueras de la ría.

Tres días llevaba desaparecido Luis. Todo el pueblo había colaborado en las barridas por tierra y mar. Los pescadores de la cofradía habían surcado la Ría, la guardia civil había rastreado los montes, pero todo había sido en vano. Los padres de Luis se pasaban las horas en el Almuñiz, mirando al mar, esperando ver llegar la silueta del “Cosiña I” que a fuerza de amargas esperas, Lucía, la madre de Luis, sabía distinguir a varias millas. María esperaba también, angustiada, en el interior del bar, sintiéndose responsable de aquel disparate que había empezado como un juego y tenía visos de terminar en tragedia. Tuvo que contar la verdad, tuvo que dar a conocer el reto que había planteado a Luis, y se le vino todo el pueblo encima. La niña rica de la capital había mandado a un vecino, a un crío, a esa mar que tantos pescadores curtidos se había tragado.

Cuatro días ya. El Almuñiz estaba desierto, sólo María y Pilar sentadas en la mesa de la terraza cubrían la espera con un silencio prolongado. Xoan seguía sentado en el espigón mirando al horizonte como había hecho desde la desaparición de Luis.
Un golpe seco sacó a María de sus pensamientos, un choque brusco en la mesa de madera que a punto estuvo de hacerla caer.

- Aquí tienes tu pez espada. Ahora quiero que te cases conmigo.- Un Luis mugriento, con las marcas del insomnio  en los ojos, con las manos cuarteadas que nunca volverían a su ser, los labios secos y agrietados, la miraba fijamente a su lado. El trozo de tela del vestido de María colgaba de un cordel anudado al cuello de Luis.

María no dijo nada, se levantó y le besó. Sólo cuatro años más tarde se dieron el “sí, quiero” sobre la chalupa que ya no pertenecía al padre de Luís, sino que ya llevaba marcado su condición de “Cosiña II”, entre los vecinos del pueblo que hacían sonar las bocinas de sus embarcaciones.

- Lo demás ya lo conoces hijo- le dijo Luis a su nieto que le observaba incrédulo, no por la historia en sí, sino por no haberla escuchado antes. La cerveza estaba sin tocar.

No volvieron a hablar, el abuelo apagó el último Ducados, relajó el puño que había mantenido cerrado y se levantaron camino de casa para partir rumbo a Madrid. Atrás quedó la historia, la terraza del Almuñiz, y sobre su mesa un grueso anzuelo oxidado al final del cual había un trozo de tela anudado. 



1 comentario:

  1. Pobre Luis, será viejo pero sabe perfectamente que gracias a que su familia va a hacer algo por él, gracias a que van a hacer lo correcto, una parte de él se irá.

    Muchas veces por ayudar y atender a las personas mayores de nuestras vidas, no nos damos cuenta de lo mucho que hacemos que dejen atrás.

    En este caso sus Ducados y parte de su María, estuvieron hechos el uno para el otro desde el primer día ;)

    Enhorabuena por este blog Ignacio, (y Eduardo, aunque a ti no te conozco :D).

    Besos ;)

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