Luis vivía en el
primero B. Rodrigo en el primero A. Ambos habían crecido juntos. Habían crecido
los escasos años que acumulaban, doce para ser exactos. Luis había nacido tres
meses antes que Rodrigo. El padre de Luis era repartidor de bollería. El de
Rodrigo se había quedado en paro hacía un año, y justo hacía tres días que les
habían retirado la prestación por desempleo. Un quince de diciembre para ser
exactos. Ni la madre de Luis ni la madre de Rodrigo trabajaban fuera de casa.
Eso sí, en lo referente a organizar las tareas domésticas y familiares eran
expertas. Ni Luis ni Rodrigo tenían hermanos. Las familias eran muy amigas
desde que ambas coincidieron en su primera reunión de comunidad.
Quince de
diciembre. No por esperado dejaba de ser doloroso. El padre y la madre de
Rodrigo les habían confiado a los padres de Luis la angustia por la falta de
ingresos una vez la fatídica fecha pasase. Habían estado cenando un sábado en
casa a principios de diciembre. Luis y Rodrigo, como siempre, jugaban en la habitación
mientras los mayores se enfrascaban en conversaciones de eso mismo, de mayores.
Luis estaba un día
comiendo cuando su padre le dijo a su madre que al día siguiente llevaría al
padre de Rodrigo a las afueras, a un polígono. Allí iba a trabajar sin contrato
cargando cajas en un almacén. Tres horas. Treinta euros. Una vergüenza, decía
el padre de Luis, pero había que estar al lado de los amigos. El veinte de
diciembre la madre de Luis le dijo a su marido que se iba a la compra con la
madre de Rodrigo. Había que comprar para la cena de Nochebuena. Luis vio cómo se
guiñaban un ojo. Cuando su madre y la de Rodrigo volvieron pasaron a la cocina
y se repartieron las cosas entre los dos carritos. La madre de Rodrigo abrazó a
la madre de Luis, y le susurró un “gracias”, mientras éste último contemplaba
la escena desde la puerta.
Luis escuchó a sus
padres por la noche comentar que este año no habría regalos en casa de nuestros
vecinos y amigos. Tampoco lo consideraban muy grave, tendrían cena y estarían
juntos. Les habían ayudado hasta donde habían podido. Pero los ingresos en casa
de Luis tampoco eran para grandes dispendios. Luis se fue a la cama. Triste.
El día de Navidad
Luis se despertó temprano, saltó en la cama de sus padres, les retiró el
edredón y les empujó hacia el salón. La ceremonia de siempre. El padre de Luis
miraba por una rendija a ver si había algo en el salón. Entonces Luis empujaba
la puerta con ansia y se ponía a abrir paquetes con un ritmo frenético. Pero
esta vez no. Esta vez Luis escudriñó la rendija y miró a sus padres que le
observaban extrañados. Abrieron la puerta y cruzó el salón. Salió al rellano y
llamó al timbre del primero A. Nada. Volvió a llamar. Rodrigo abrió la puerta
acompañado de sus padres y una mueca triste. Entonces Luis le cogió de la mano
y le gritó:
―¡Ha venido Papá Noel! ―Y con ésas lo arrastró de la
mano al primero B.
Cuando los padres y
madres de uno y otro entraron en el salón de casa de Luis, se encontraron a los
dos amigos abriendo paquetes entre risas. Entre sonrisas. Porque era Navidad.
Porque eran amigos.
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