Crecían
esplendorosos con el mar de fondo. Su desarrollo fue simultáneo, el uno al lado
del otro desde que empezaron a venirse arriba. La brisa del mar les ofrecía un
particular olor y les cubría con esa costra que hace el salitre en la capa
exterior. Una rugosidad que no camuflaba sus texturas, su aspecto. El camino se
hace al andar y el crecimiento particular con esmero y dedicación. Y ahí
estaban, el uno al lado del otro. Compartían las caricias de quien quería
verles llegar a lo más alto, de quien entregados les dedicaban su tiempo.
A veces venían las
pausas. Por descanso o por planificación. Cualquiera de los dos era el preludio
de un siguiente asalto, de un continuar creciendo. No se puede crecer cansado,
hay que prestar los cinco sentidos a los impulsos que se dan en cualquier
montaje. Y cómo no, tener en cuenta los diferentes vértices, los pesos, las
aristas con las que nos encontraremos. Hay que planificar, aunque siempre paso
a paso, nunca precipitarse pensando en un nivel al que todavía no hemos
llegado.
Y ahí seguían,
acompasados, próximos, desarrollándose en diferentes niveles, expandiéndose
sobre una tierra firme, al menos por el momento. Y abarcando espacio en una
suerte de colonización horizontal. La base era importante, tanto como la
altura. Esta última te ofrece la belleza de las vistas, el impulso de los
sentidos, la capacidad de disfrutar de lo que hay más allá. Pero la base te
ofrece la estabilidad necesaria para gozar de aquello que tu vista podrá
alcanzar, te ofrece los cimientos necesarios para que no se resquebrajen los
pisos superiores.
Y entonces cuando
ambos se enorgullecían de su aspecto, de su porte, de donde habían llegado, y
antes de que la fina capa de agua empezara a erosionarles, llegó aquel balón,
lanzado con precisión por un niño enfurecido, y redujo a escombros aquellos dos
castillos de arena que tanto esfuerzo había costado levantar.
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