martes, 18 de noviembre de 2014

#129 EDIFICANDO



Crecían esplendorosos con el mar de fondo. Su desarrollo fue simultáneo, el uno al lado del otro desde que empezaron a venirse arriba. La brisa del mar les ofrecía un particular olor y les cubría con esa costra que hace el salitre en la capa exterior. Una rugosidad que no camuflaba sus texturas, su aspecto. El camino se hace al andar y el crecimiento particular con esmero y dedicación. Y ahí estaban, el uno al lado del otro. Compartían las caricias de quien quería verles llegar a lo más alto, de quien entregados les dedicaban su tiempo.

A veces venían las pausas. Por descanso o por planificación. Cualquiera de los dos era el preludio de un siguiente asalto, de un continuar creciendo. No se puede crecer cansado, hay que prestar los cinco sentidos a los impulsos que se dan en cualquier montaje. Y cómo no, tener en cuenta los diferentes vértices, los pesos, las aristas con las que nos encontraremos. Hay que planificar, aunque siempre paso a paso, nunca precipitarse pensando en un nivel al que todavía no hemos llegado.

Y ahí seguían, acompasados, próximos, desarrollándose en diferentes niveles, expandiéndose sobre una tierra firme, al menos por el momento. Y abarcando espacio en una suerte de colonización horizontal. La base era importante, tanto como la altura. Esta última te ofrece la belleza de las vistas, el impulso de los sentidos, la capacidad de disfrutar de lo que hay más allá. Pero la base te ofrece la estabilidad necesaria para gozar de aquello que tu vista podrá alcanzar, te ofrece los cimientos necesarios para que no se resquebrajen los pisos superiores.


Y entonces cuando ambos se enorgullecían de su aspecto, de su porte, de donde habían llegado, y antes de que la fina capa de agua empezara a erosionarles, llegó aquel balón, lanzado con precisión por un niño enfurecido, y redujo a escombros aquellos dos castillos de arena que tanto esfuerzo había costado levantar.

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