El comisario Galipienzo
consideraba que había aguantado ya demasiado aquello. Eran muchos años en la
unidad criminal de la comisaría del Distrito
de Comillas. Veinticinco sólo de comisario. Lo dicho, demasiados. Pero uno
de los últimos había sido el detonante. Algo que nunca en su carrera le había
afectado de aquella manera, minó aquel año. El caso del que se había
responsabilizado entonces llegó a dar con su propia persona cara a cara,
pistola en mano apuntando contra el criminal denominado por la prensa como El
Horchatero, un tipo que, según se había dicho a los medios, helaba la sangre a
cualquier interlocutor que tuviera una charla con él. Por lo que se comentó, y
por lo que más aún en su detención y declaración el propio Galipienzo pudo
comprobar, aquel hombre erizaba la nuca de cualquiera solamente con su pausado
tono de voz. Jamás nadie le había visto elevar el volumen, ni siquiera cuando
se le trató de poner al límite haciéndole autor de asuntos con los que se sabía
que nunca había tenido nada que ver, solamente para comprobar sus reacciones y
extrapolarlas a su caso. Además, el criminal resultó ser bastante particular
por la imagen que daba con sus ropas blancas, nada elegantes, sino más bien
estilo pintor con indumentaria nueva, y piel casi tan blanca como su atuendo, y
fría, casi al borde de la congelación. Y su cara. En su cara redonda pero
delgada resaltaban sus labios que sí aparentaban un rojo por el contraste con
el resto, y sus ojos, cuando los mostraba, también inyectados en sangre, con
los que no dudaba en mantener la mirada sin un parpadeo si era provocado a
ello.
Aquel hombre, cuando el mismo
inspector Galipienzo lo detuvo, acababa de actuar sobre su víctima número
treinta y dos, y aún llevaba el cuchillo jamonero goteando sangre de la víctima
en la mano. Jamás mató a ninguna. Tampoco las violó. A partir del gran número
de atestados, declaraciones de víctimas y detenido, el comisario se hizo la
imagen del sufrimiento que aquellas mujeres atacadas por El Horchatero habían
sufrido y seguirían sufriendo el resto de sus vidas. Las amenazas de
mutilaciones que a continuación se cumplían, cortes con el cuchillo jamonero al
tiempo que acaricias con la otra mano, plasmaron en el cerebro de Galipienzo imágenes
que ya estaban impresas en los ojos reales y vivos de aquellas que las
padecieron. Algunas llegaron a suplicar su propia muerte tras verse delante de
aquel frío manipulador en circunstancias humillantes, suplicando que el dolor
acabara. Otras relataron que El Horchatero les había hecho saber que sus almas
ya no descansarían ni vivas, ni muertas. Vivas, porque el destrozo físico de
sus cuerpos estaría presente por siembre, ni una oreja, ni un dedo, ni una
lengua volverían a crecer. Muertas, porque él mismo se suicidaría en cuanto
tuviera oportunidad de hacerlo tras su detención y estaría esperándolas en el
infierno para torturarlas durante toda la eternidad. Pero siempre mirándolas a
los ojos y hablándolas al oído.
El comisario sabía que las
víctimas que habían decidido mantenerse con vida seguían años más tarde con pesadillas, orinándose
encima al menor ruido, incluso algunas no habían vuelto aún a salir a la calle.
La agorafobia era su día a día.
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