miércoles, 21 de mayo de 2014

#103 LA SONRISA DEL JABALÍ



África es un continente muy grande. En ese continente hay un país llamado Tanzania, cuyo nombre viene de un lago que se llama Tanganica y de una gran isla llamada Zanzíbar. En ese país hay un antiguo volcán que duerme tranquilo desde hace muchos, muchos años. Se llama el Ngorongoro. En su cráter viven innumerables especies animales. Jirafas, rinocerontes negros, búfalos, avestruces… y facóceros. A los facóreros también se les llama jabalís verrugosos por unas verrugas que tienen en la cara.
Hace mucho tiempo estos jabalís no sabían sonreír, y esto preocupaba al resto de los animales que les hacían compañía en el cráter del volcán. Cada noche, cuando el sol se ponía por el oeste, todas las especies se juntaban en una pequeña charca que había en el cráter. Allí se contaban lo que habían hecho durante el día, si habían salido en muchas fotos de turistas, si el sol había sido muy intenso, si habían tenido algún problema con los monos… Los monos se pasaban el día molestando a los demás animales, les quitaban comida, les tiraban del rabo… Y aunque durante un ratito hacían gracia, terminaban por cansar al resto de los animales.
Cuando terminaban de contarse la jornada, empezaba la parte animada de la noche. Hacían bromas y todos reían. Todos menos el jabalí. El jabalí no sabía reír, ni siquiera había esbozado nunca una sonrisa. Todos le preguntaban si estaba triste, y él siempre contestaba lo mismo. Que no, que no estaba triste, pero que su cara era así. Que no sabía cómo se hacía eso de sonreír. Su amigo el suricato hacía grandes muecas delante de él. Estaba seguro que en algún momento, sin darse cuenta se le escaparía una sonrisa. Pero no.
El jabalí empezó a pensar que nunca sabría lo que es sonreír, y aquella noche la tristeza le invadió de verdad. Dejó al grupo y se marchó solo, bordeando el cráter, hacia la zona de los monos, donde los pocos árboles que crecían en el fondo de aquel volcán dormido habían echado raíces. Las acacias apenas se veían con la poca claridad de la noche y fue junto a una de ellas que el jabalí se tendió en el suelo.
―¡Qué haces ahí tristón!
El jabalí se sobresaltó, no sabía de dónde venía la voz.
―Estoy aquí arriba. Tristón, que siempre arrastras esa cara triste.
Cuando el jabalí alzó la mirada vio al viejo babuino sentado en una rama, mirando de frente, como si nunca se hubiera dirigido a él.
―No estoy triste ―contestó el jabalí―. Aunque en realidad hoy un poco sí. Quiero poder sonreír, quiero que los demás animales dejen de pensar que estoy triste.

―Tienes que desearlo de verdad, pero sobre todo tienes que sentir la felicidad dentro de ti ―contestó con voz ronca el babuino.

―¿Y cómo sabré si estoy feliz? ―le preguntó el jabalí.

―La felicidad te acompaña siempre. Está dentro de cada uno de nosotros. Lo que pasa es que a veces la tapamos con ramas, ramas que vamos poniendo y nos impiden ver la felicidad que llevamos en el interior. Seguro que tu felicidad está deseando salir. Busca, pequeño jabalí, busca dentro y despeja las ramas que la ocultan, y verás cómo de pronto se te escapará una sonrisa y sentirás algo dentro, como un volcán. Pero no como éste en el que vivimos, dormido desde hace años. Sentirás una explosión, sentirás ganas de bailar y cantar, querrás sonreír allá donde vayas. No te preocupes, pequeño jabalí, que el día que despejes las ramas lo sabrás. Lo sentirás.
Cuando el jabalí miró hacia la rama el babuino ya no estaba. Se volvió a tumbar en el suelo mientras repasaba todo lo que acababa de escuchar. Era tarde, pero no tenía sueño y por alguna razón sentía que dentro de él algo estaba moviéndose. Pensó en sus amigos, los demás animales. Lo bien que lo pasaban en el cráter lejos de los depredadores que habitaban por otras partes de África. Hasta los monos le parecieron simpáticos. Pensó en el suricato, la compañía que le hacía, el esfuerzo que se tomaba por hacerle feliz. Andando llegó de nuevo a la charca de la que ya se habían marchado el resto de animales y se paró junto al agua. La luna se reflejaba el agua y proyectaba una claridad que gustó al jabalí. Se sentía bien. ¿Estaría quitando las ramas? Se miró en el agua y volvió a ver su cara tristona. Deseaba tanto sonreír…
El sol salió especialmente caliente a la mañana siguiente. El jabalí se había quedado dormido en la orilla de la charca y el calor le despertó muy temprano. Incómodo por el calor decidió buscar una acacia para seguir durmiendo. En el camino, el avestruz, que era muy madrugadora, se le quedó mirando con cara de sorpresa. Después el malhumorado rinoceronte negro dejó de dar vueltas sobre sí mismo cuando el jabalí pasó a su lado. No llegó a tumbarse debajo de la acacia cuando el suricato, con cara de sueño, llegó a su lado. Primero fue un grito. Después una carcajada.
―¿Qué pasa? ―preguntó extrañado el jabalí.
La risa no dejaba contestar al suricato y el caso es que al jabalí le entraron ganas de reír al ver a su amigo tan alegre.
―Ven conmigo ―le dijo el suricato mientras iba hacia la charca al tiempo que se secaba las lágrimas que le habían salido de tanto reír.
Cuando llegaron a la charca, el jabalí se asomó sobre el agua. Retrocedió asustado y se volvió a acercar. El reflejo que veía no era el mismo que la noche anterior. Dos colmillos a los lados de su boca dibujaban una enorme sonrisa en su cara. Entonces se dio cuenta que había despejado todas las ramas, que tenía ganas de cantar y bailar, que sentía ese fuego en el interior del que le había hablado el babuino.

Es por eso que desde entonces  los jabalís verrugosos tienen dos colmillos a los lados de su boca, porque un día decidieron ser felices, lo desearon con todas sus fuerzas y ya nunca más volvieron a parecer tristones.

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