Sábado, diez de la mañana. Con
las gafas de sol puestas, Toño hacía esfuerzos por acertar a meter la llave en
la cerradura del portal. Aquellas cerraduras estaban hechas para gente muy
capaz y hábil, pensaba. Y no era el caso. Cuando tras varios intentos consiguió
entrar, una bocanada de aire fresco le dio en la cara, a la vez que la
oscuridad se le antojaba más por el efecto de las gafas. Se acercó a la
escalera y miró hacia arriba por el hueco entre tramos. Un cuarto piso sin
ascensor tampoco estaba pensado para gente como él en semejantes
circunstancias.
Comenzó a ascender pesadamente
mientras trataba con gran esfuerzo de recordar detalles de la noche. Al llegar
al primer piso, le vino un olor a tostadas, probablemente el desayuno de una la
pareja con dos hijos de la puerta B. Su estómago dio un par de vueltas: una
para desear ese desayuno y otra para volcarse y admitir que era bastante lógico
pensar que acto seguido lo vomitaría. Lo que no llegó a entender es cómo la
cena en el Asador Madrileño se mantuvo toda la noche en su estómago a pesar de
la cantidad de vinos que sobre ella cayeron. Celebraban el cuadragésimo
cumpleaños de César, el marido de Olga, la mejor amiga de Isa. Tratando de
hacer memoria, calculó que fueron unas treinta personas. Sí, todos conocidos.
Buen ambiente, buena comida. Y buen vino. Abundante. Isa le previno: “Cuidado,
Toño, que no estás acostumbrado”. Pero, ¡qué coño! ¿Eso era una fiesta o una
cena de compromiso?
Casi en el segundo piso creyó
recordar que fue idea del propio César lo de ir a tomar
unas copas al pub de un amigo suyo que estaba a un par de calles de allí. Era
la primera vez que entraba en aquel lugar. No estaba mal. Mesas y taburetes
altos desperdigados por el local y una zona de sofás al final rodeando una mesa
de billar, al lado de los servicios. Ambiente agradable con gente de su misma
edad, y música… No sabría decir ni una sola canción de las que sonaron allí.
Pero sí recordaba que estuvo bastante tiempo con César en la barra dando coba a
unos gintonics. Por lo menos dos. No, por lo menos tres o cuatro. De vez en
cuando desviaba la mirada para localizar a Isa que estaba en una mesa charlando
con Olga. Cuando cruzaban la mirada él la sonreía y le lanzaba guiños, pero
ella no respondía a sus gestos. Al contrario, mantenía una postura sobria, casi
indiferente. “Vamos, tío, que te he pedido otro”, le decía César. Y siguieron
arreglando el mundo.
La música de la discoteca a la
que fueron unos cuantos después le retumbaba en la cabeza al llegar al tercero.
No solía ir a ese tipo de sitios, pero un día era un día. Y estaba por entonces
bastante animado a pasarlo bien donde fuese. Antes de salir del pub Isa le
pidió las llaves del coche. Yo conduzco, va a ser mejor, le dijo. Él no puso
objeción y la besó en los labios, beso que se perdió en el eco del vació de
ganas de ella. La música de aquel lugar era un espanto. Recordaba aquello
porque no le sorprendió. Tampoco le sorprendió que Isa le dijera al poco rato
de estar allí: “Estoy cansada. Termínate eso y nos vamos, ¿vale?” Y él asintió.
Mucho menos le sorprendió la cara que puso Isa cuando a las dos horas él la vio
desde la pista de baile castigándolo con la mirada y una cara hasta los pies
mientras él inauguraba una enésima copa. Pero su cuerpo siguió moviéndose al
ritmo de aquel infernal ruido y de otros muchos cuerpos que hacían lo propio,
con los que sintonizó enseguida. El último recuerdo de aquel lugar fue el de
ver a Isa y a Olga yendo hacia la salida del local sin avisar. Buscó a César
con la mirada, y lo descubrió en el centro de la pista de baile dándolo todo
junto a una jovencita con minifalda, top ajustado y plataformas. Muy parecida a
la que en aquel momento le cogía de la mano a él para continuar con el baile.
En el cuarto piso, con la llave
ya en la cerradura de la puerta y todos aquellos recuerdos apelotonados en su
cabeza, se detuvo. Se quitó las gafas de sol y la luz que entraba con energía
por la ventana del descansillo le dio una sonora bofetada. Así que lentamente
retiró la llave, procurando hacer el menor ruido posible, y emprendió el
descenso de escaleras confiando en que unas horas de margen le darían el tiempo
necesario para colocar todos aquellos recuerdos en su sitio y pergeñar una
historia. No para que evitara la bronca que le iba a caer de boca de Isa, pero
sí para suavizar los daños colaterales lo máximo posible. El primer paso eran
un café bien cargado y un ibuprofeno.
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