Fijó la mirada en el suelo buscando. Cuando halló la que se ajustaba
mejor a su estado de ánimo, le dio el puntapié con la fuerza necesaria para que
llegara por lo menos hasta la esquina. Siguió con la mirada el recorrido y,
satisfecho, continuó el camino hacia el bar.
―¡Qué pasa, chaval! Hoy tienes mala cara. ¿No has dormido bien?
Todo el pueblo sabía que padecía insomnio crónico. No había dormido
cuatro horas seguidas desde los catorce años. Pero hasta los veinte no le
diagnosticaron. Incontables pruebas médicas, innumerables sesiones de
relajación e hipnotismo, inútiles conferencias sobre su caso y el de muchas más
personas. Nada funcionó jamás con él. ¡Qué le importaba! A fin de cuentas
dormir estaba sobrevalorado y así se consolaba.
―No me digas más: los niños no han parado de llorar.
Todo el pueblo sabía que la
Mari y él no habían podido tener hijos. Dos quería él. Un
chico y una chica. Tres, decía ella. Dos chicos y una chica. Ella cuidaría de
ellos cuando fueran ancianos. Dios había decido por ellos, decía ella. El
demonio, puntualizaba él. Fuera lo que fuera o quien fuera que hubiese tomado
la decisión, el final del partido los dejó a cero.
―¿O es que la Mari
se ha puesto cariñosa?
Todo el pueblo sabía que la
Mari había fallecido hacía unos años. Nada tranquilo, nada
pacífico. Para cuando quisieron darse cuenta, el cáncer se había extendido
tanto que no era operable. La morfina parecía no hacerle el efecto esperado, y
cuando no estaba durmiendo, los gritos de dolor y las súplicas a la de la
guadaña para que la llevara cuanto antes eran lo único que se oía en su casa y
en las calles cercanas. Mari habría saltado por la ventana si así hubiera hallado
su objetivo. Habría sajádose las venas si hubiera tendido fuerzas para levantar
un cuchillo. Y al fin la muerte se apiadó de ella y la arrastró consigo un
brillante amanecer como premio a una oscura noche de vómitos y estertores.
―Muy graciosos chicos. ¡Qué sería de vosotros sin mí y mi triste vida!
―Y se echaba al gaznate un chupito de aguardiente antes de pedir la primera
cerveza.
Pasaba la mañana entre conversaciones sin fondo, amenas carcajadas,
sonoras partidas de dominó y caras amigas. Y cuando consideraba que se le hacía
tarde, se despedía de los parroquianos que aún quedaban y se encontraban en
determinadas condiciones. Salía a la calle y pensaba en la piedra que cada día
de su vida desde hacía ya demasiados años viajaba desde su bota hasta el cruce
con la calle Mayor. Pensaba en cómo le reconciliaba con el mundo, le sosegaba,
le permitía reconvertirse en él mismo. Pensaba en la piedra que pateaba con
rabia al acordarse de su insomnio, de los hijos que nunca tuvo y del estado
decadente de su difunta esposa. Todo aquello lo enviaba lejos de sí con ese
gesto. Aquel día un golpe en la pierna le sacó de su ensimismamiento, un golpe
que no identificó hasta unos segundos después cuando miró al suelo y aún vio
moverse la piedra que hasta él había llegado. A su izquierda, algo retirada,
escuchó la voz de un chaval de unos quince años que se acercaba deprisa hasta
él disculpándose por la pedrada.
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