Siempre estaban
descuadrados. Los carteles en las marquesinas. La gente no se fijaba porque el
borde difuminaba esa irregularidad y normalizaba la imperfección. Pero ella
sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. No sólo con la cartelería, que
distaba mucho de cumplir con la estética geométrica, sino en general. Tenía un
pequeño cuaderno moleskine de tapa dura, con una goma negra que hacía las veces
de cierre, y en él iba anotando los desfases entre la realidad y lo óptimo. Un
breve paseo por el centro de la ciudad le daba a Laura motivos suficientes para
entrar en una de esas cafeterías de toda la vida a redactar sus notas. Elegía
esas cafeterías y no las nuevas con wifi, camareros multilingües, y vasos con
tu nombre, porque en las clásicas el caos era tal, que Laura se sumía en una
introspección ajena al mundo que le rodeaba. Se refugiaba en sí misma con su
moleskine y su café con leche, en una taza de las de antes, como debía ser. Anotaba
las deficiencias observadas, las enlazaba con flechas rojas a pequeños
recuadros donde sugería las correcciones a realizar y los plazos en los que
éstas podían hacerse. En alguna ocasión las presupuestaba incluso.
Cuando se había
recorrido todo el centro de la ciudad acudía a los barrios de la periferia, y
ahí entraba en un bucle sin fin, porque muchas veces no llegaba a su destino,
puesto que el transporte público era un foco constante de irregularidades a las
que la gente no prestaba atención. Y entonces no se bajaba del bus o del metro,
y el ansia le hacía ponerse a redactar en su cuaderno todo lo que le chirriaba y
que los viandantes, vecinos y conciudadanos inexplicablemente asumían como
normal. Guardaba los billetes del transporte público, anotaba en su reverso la
línea, la hora y el día, y tras hacer la pertinente comunicación a la
consejería de transportes esperaba el plazo marcado por la ley de procedimiento
administrativo. Recibiera respuesta o no, volvía a hacer la misma ruta a la
misma hora, para cerciorarse de que su labor como garante de lo óptimo tenía
resultados. El caso es que rara vez podía tachar de su impoluto cuaderno una
anotación. Su tarea parecía baldía pero esto no desanimaba a Laura, ya que
sabía que los grandes cambios requerían de tiempo de educación, de moldear a
las personas para que supieran lo felices que podrían llegar a ser en su camino
a la perfección.
Ella lo había
logrado. Su peso reflejaba un índice de masa corporal que se situaba
exactamente en la media, ni muy flaca ni muy
gorda. Su alimentación era el perfecto equilibrio, su ejercicio diario
medido, su estética estudiada, jamás combinaba dos prendas si el corte y el
color no armonizaban entre sí. Nunca se excedía ni pecaba por defecto. El tono
de voz neutro, permitiéndose ciertos altibajos cuando la ocasión lo
justificaba, pero sin palabras mal sonantes, ni expresiones groseras. Laura era
la viva imagen del equilibrio y la perfección. Un cartel perfectamente
alineado.
Por eso aquella
mañana de viernes cuando llegó a casa y se encontró a Manuel, su pareja, en la
cama con Mónica, su mejor amiga, sólo pudo darse la vuelta, sacar la moleskine y
antes de cerrar la puerta de la calle, anotar la imperfección y enlazarla mediante
una flecha roja con el recuadro de corrección,
para romper la punta del lápiz antes de dictar sentencia.
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