Apareció doblando
la esquina, errante, con unos vaqueros enormes, una camiseta a rayas azul
clarito. Hasta en eso pasaba desapercibido Paquito, se mimetizaba con el cielo
que rozaba con su enorme cuerpo. Salía del comedor el primer día de clase. A
sus siete años su estatura tenía que haberle hecho visible a metros de
distancia. Y sin embargo era como si el mundo no reparara en él.
Por la mañana las
primeras miradas sin disimulo le habían advertido sobre lo que sería la tónica
del día. Era nuevo en el colegio y los demás niños, lejos de sentir alguna
inquietud por el nuevo, le rehuían como si de un monstruo se tratara. Algunos
entraron en el aula agachando la cabeza a su lado y pronto se juntaron los
amigos por grupos. Se contaban las vacaciones a toda prisa como si no tuvieran
por delante nueve meses de curso, con ese ansia infantil que quiere todo ahora.
Ya. Paquito buscó hueco al final de la clase, sabía que su sitio era allí
porque su enorme estatura no le permitía acercarse a la pizarra. Su espalda, larga
como el cuello de una jirafa, taparía la vista de los que se sentaran detrás.
Ya lo había vivido en el otro colegio.
Entró en el aula el
conserje del colegio antes que la profesora y todos callaron. Llevaba una mesa
de adulto, con una gran silla para el nuevo. Para Paquito. Sin decir nada y sin
preguntar la puso en la ultima fila, miró de reojo al inquilino de aquel
pupitre y se marchó arrastrando la atención del resto de los alumnos hacia la
puerta. Se volvió a romper el silencio y las conversaciones retomaron las
vacaciones, la playa, la montaña, esa
nueva mascota que Diego había adoptado y que le convertía en la envidia de toda
la clase.
Por fin entro la
profesora. Diana, se llamaba, y tras su presentación pasó a pedir a todos los
alumnos que escribieran su nombre en un papel y lo colocaran en forma de triángulo
encima de las mesas. Uno por uno fueron diciendo su nombre. El ultimo en
presentarse fue Paquito, y su voz ronca, de hombre mayor estremeció a sus
compañeros.
―Me llamo Paquito ―dijo―
y tengo siete años ―remató.
Paquito siempre decía
su edad a modo de explicación, como si tuviera que insistir en que su voz y su
cuerpo, aun no reflejando la realidad, albergaba a un niño pequeño, tan pequeño como los que le rodeaban y sin
embargo forzado a dar unas explicaciones que el resto no daba.
La primera parte de
la mañana transcurrió con tensa normalidad para Paquito, que estaba más
pendiente de lo que estaba por llegar y que, aun conociendo la dinámica de lo
que ya le había ocurrido en el otro colegio, siempre tenía su mayor temor en un
momento concreto de la jornada: el recreo. Y aquel colegio no iba a ser menos y
aquellos compañeros tampoco. Tal y como se imaginaba se pasó los veinte minutos
sentado en el patio, con sus enormes y largas piernas cruzadas la una sobre la
otra, esquivando con sus ojos tristes las miradas desconfiadas del resto de los
alumnos. Si temía las clases, peor se sentía en el recreo donde las miradas se
multiplicaban y la desconfianza se disparaba.
Después de la
segunda parte de la mañana quedaba la comida. Otro de los retos para la
desafortunada autoestima de Paquito, que a su edad se había acostumbrado a
comer bajo la mirada escrutadora de todos en un comedor repleto de niños y
niñas. Sentía esa desagradable sensación que se tiene cuando vamos en el metro
y nos leen por encima del hombro. Sólo que a él nadie le llegaba al hombro. Sólo
era el primer día de clase y ya salía abatido del comedor.
Y allí estaba,
apoyado en la pared con sus vaqueros de adulto y su camiseta de rayas azul
clarita. Miraba hacia fuera del colegio, a través de una valla que para él significaba
mucho más que el límite de los dominios del centro escolar. En eso escuchó un
ruido. Miró hacia el lado opuesto de la valla y vio cómo un niño arrastraba una
pesada silla en su dirección. Todos en el patio pararon al escuchar el chirriar
de las patas de la silla contra el suelo. El niño era de la clase de Paquito, y
no sin esfuerzo continuaba tirando de la silla que debía de haber sacado del
comedor. Paró al lado del nuevo de la clase, aun bajo la mirada del resto de
alumnos y del gesto atónito de Paquito. Se subió a la silla y, consiguiendo
colocar su mirada casi a la altura de su interlocutor, dijo:
―Me llamo Daniel. ¿Y
tú?
Paquito dudó.
―Paquito...
―¿Jugamos? ―le dijo
Daniel con confianza.
―Vale. ―La
respuesta de Paquito fue breve, como hacen los niños.
Daniel bajó de la
silla y empezó a arrastrarla de nuevo mientras caminaba al lado de Paquito.
―¿Te llevo la silla?
―le dijo Paquito ahora más cómodo.
―Vale ―respondió
Daniel a tono con la cadencia de la conversación.
Ambos se alejaron
por el patio, ante la congelada mirada del resto de compañeros, dos figuras
dispares juntas, dos nuevos compañeros. Y una silla.
Casi me pongo a llorar con esta historia.
ResponderEliminarFelicidades!
Por cierto la hora de la entrada anda un poco descuadrada, la he puesto a las 08:55 de la mañana.
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