Cuando mi madre me habló sobre el
justo premio que habría de obtener en la otra vida por las buenas acciones que
hiciera, sin duda olvidó mencionar el desproporcionado castigo que tendría en
ésta por una sola mala opción. En esto iba pensando la madrugada que me
desperté empapado, tiritando y muerto de hambre. En un día de lluvia te
despertabas empapado aunque estuvieras debajo de un puente. O si no llovía,
pero habías conseguido un portal, lo mismo te despertaba una patada que un
escobazo. Era la hora de empezar a buscar por las papeleras y sus aledaños.
Para un vagabundo como yo, el desayuno solía resultar más sencillo de encontrar
en esos lugares. La gente que iba con prisa a su lugar de trabajo, la mayoría
de las veces no terminaban su sandwich o su bollo o su pieza de fruta, y allí
era donde la arrojaban antes de meterse en los edificios que los engullían a
ellos. Las noches eran diferentes. La pasada noche me acerqué al contenedor de
basura habitual. Era uno que se situaba cerca de un hotel de baja calidad pero
que tenía restaurante. Eso favorecía el que tuvieran que tirar sus desperdicios
en contenedores fuera de sus dependencias un rato antes de que se acercara el
camión de la basura a llevarse todo lo que ellos desechaban, muchas veces
simples restos de comida que los clientes no apreciaban, y otras simplemente
comida que ya no se podía conservar durante más tiempo y tampoco se podía
ofrecer a la exigente clientela. Era una vida perra, pero era la que me había
tocado. Recoger esa basura, que para mí podía resultar en ocasiones un
auténtico banquete de manjares, tenía sus riesgos y había que conocerlos. En
múltiples reyertas con otros vagabundos me había visto envuelto sin yo
buscarlo, pero claro, la comida era nuestro oro, y se daban casos de vagabundos
que no sólo cazaban para comer y ya estaba, sino que cogían todo lo que estaba
a su alcance para llevárselo a su jefe. Super-vagabundos que de algún modo se
habían proclamado dueños y señores de determinados contenedores de basura y los
explotaban. Eso sí, no ellos mismos, sino que enviaban a sus pupilos,
generalmente jóvenes y aún fuertes, a recoger todo lo que pudieran para
llevárselo a él. Él a cambio ofrecía su protección mediante otros soldados que cobraban en forma de
alimentos. Es decir, el círculo se cerraba allí mismo, pero todas aquellas
cabezas huecas necesitaban del cerebro de otra sin escrúpulos que lo organizase
y supiese controlar. Y así se creaban esas mafias. Muchas magulladuras y
costillas rotas había sufrido mi cuerpo por aquellas asociaciones de las que
nunca había formado parte. Así que había que ser cauto y conocer con quién
buscabas comida a tu lado. Mi conclusión era que las espaldas propias estaban
más a salvo cuando las guardaba uno mismo. Había llegado a ver cómo estos
animales daban el finiquito a algún compañero porque éste ya no ejercía sus
funciones adecuadamente o tenía alguna debilidad con una supuesta víctima. Sin
duda, las noches eran peligrosas, pero era lo que había si querías encontrar
comida y no irte debilitando y dejándote morir.
Pero los días tampoco te mantenían
a salvo completamente. Al contrario, casi había que estar con más ojos que por
la noche, ya que podía llegar un peligro inesperado en cualquier momento.
Incluso en el propio descanso. Sé que es generalizar, pero los niños y los
jóvenes eran terroristas en potencia. Cada cual a su manera. Grandes carreras
me he pegado delante de niños que me trataban de apedrear simplemente por el
gustazo de ver quién tenía más puntería o de echarse unas risas. Pero los jóvenes...
A un compañero mío le quemaron vivo rociándole con gasolina y arrojándole una
cerrilla. A los perros vagabundos no se nos ha apreciado nunca. Decían que
contagiábamos enfermedades, o que teníamos la rabia. Ha habido mucha habladuría
a este respecto. Creo que algunos tuvieron suerte cuando los servicios
municipales les capturaron y alguna familia de bien les acogió como mascota.
Los demás al poco tiempo eran sacrificados o usados para experimentos en
laboratorios. Mi caso fue de los que nació ya dentro de una familia de bien. Y
mi mala opción fue la de creer que mi vida estaría a salvo para siempre. Cuando
mi madre murió me quedé yo solo con ellos. Pero al poco tiempo debieron creer
que ya era un estorbo, porque en un viaje hacia la playa se olvidaron de lo que
me querían y de lo que les quería yo a ellos. Pararon el coche como tantas
otras veces, me hicieron bajar para hacer mis necesidades como tantas otras
veces y cuando regresé pude ver cómo el coche se alejaba a gran velocidad para
no volver. En ocasiones volví al lugar donde me habían sacado por ver si era
cierto que se habían despistado y me habían olvidado, pero no fue así. Ya nunca
más volví por allí y sobreviví por mi cuenta junto con más compañeros. Si digo
que llevo una vida perra es que sé lo que digo.