Nota: Ahora no es sólo el ilustrador el que está ausente, sino que lo estamos el resto, así que apañamos la cabecera como buenamente podemos hasta el regreso. Mil disculpas por la parte estética, esperamos compensarlo con la tecla.
Mi
padre siempre decía que yo era de filias y de fobias. No sólo no tenía razón
sino que le odiaba cuando lo hacía. Yo no era de filias, de hecho pocas veces
sentía atracción o cualquier tipo de interés por el otro. No sólo me irritaban
los semejantes sino que llegué al punto de que el perro que me compraron para
la terapia me soliviantaba sobremanera.
La
mañana que decidí que ni siquiera me aguantaba
mí mismo compré una cuerda y un taburete. De esos baratos con patas
metálicas que se doblan con mirarlas. No me convencía, pues si había algo peor
que detestarse a uno mismo, eso era hacer el ridículo en la última puesta de
largo. Aunque bien pensado me odiaría hasta el final. Y después.
El
dependiente me miró de soslayo entre la preocupación y el miedo cuando me puse
encima y me así con fuerza la parte trasera de la camiseta llegando a ponerme
de puntillas. Supuse que aguantaría, además tampoco iba a dilatar mucho la
escena, porque si había algo que odiaba eran las esperas largas. Un taburete
blanco y sencillo. Barato. Que aunque de poco me serviría el poderoso caballero
después de mi cita, siempre había resultado un poco cutre. Odiaba gastar
dinero.
La cuerda resistente, plastificada, tipo
montañero. No sabía si el color sería relevante para que la escena inspirara
cierta armonía en el momento del hallazgo. ¿Las personas repararán en esos
detalles cuando descubren escenas macabras? Tenía dudas. Estuve en la tienda
mirando el plantel de cuerdas barajando las diferentes combinaciones. Nunca
había entendido de esas cosas. El taburete era blanco y en cuanto a la ropa no
lo había decidido. Como no podía ser de otra manera odiaba la ropa y mucho más el
hecho de ir a comprarla. Así que el estar eligiendo una cuerda que aguantara
ochenta kilos caídos a plomo, recordaba el irritante hastío que sentí cuando
tuve que elegir una tela para tapizar el sofá. El que no haya realizado esta
acción no tiene ni idea de la cantidad de trocitos de tela que caben en una
tienda, por minúscula que ésta sea.
-
¿Puedo ayudarle?- La amable dependienta había hecho dos cosas, una buena y otra
mala. La buena acercarse, rauda y disciplinada. La mala tratarme de usted.
Odiaba que las personas más jóvenes que yo me trataran como a su padre.
Ni
la respondí. La miré con media sonrisa y volví a fijar mi preocupada vista en
las cuerdas. Pensé que la negra estaría bien, siempre había escuchado eso de
que “el negro pega con todo” y además era un color apropiado para la escena.
Aquello no iba a parecer un carnaval, pero al fin y al cabo tampoco lo era.
Siempre había odiado los carnavales.
Bien.
Ya tenía todo listo. Taburete, cuerda, un buen anclaje en el techo de mi
habitación y solo me quedaba decidir la ropa. Para disgustos ajenos nunca
decidía lo que me iba a enfundar con antelación, siempre sobre la marcha,
normalmente obviando las tendencias y modas, no por dejadez, más bien por
ignorancia. No obstante odiaba las modas y cánones establecidos. Me hubiera
encantado hacerlo desnudo, al fin y al cabo si llegamos al mundo en pelotas no
veo porqué no podemos dejarlo igual en una hermosa parábola sobre el paso del
tiempo. Además algo había escuchado sobre los efectos de la presión sobre el
gaznate en un miembro de nivel inferior, y aunque me hacía gracia hacer este
tránsito con todo izado, pensé en mi madre y no quise añadir a su previsible
disgusto, la vergüenza ajena que por otro lado nunca había escondido del todo.
Esto
era un tema serio y zanjé el asuntillo de la vestimenta cogiendo una camiseta
negra (al final se iba a identificar todo con una escena gótica, pero en fin…)
y unos pantalones rojos. Sí, rojos. ¿Por qué? Porque me daba la gana, un
contrapunto macarra, así ceñidos, por aquello de no perder del todo el efecto
del izado.
Ahora
sí, sabiendo que yo era un ser inestable, poco regular, con falta de
motivaciones, aspiraciones y deseos, así como una facilidad pasmosa para dejar
las cosas a medias, decidí iniciar el ritual. Puse el taburete en mitad de la
sala, justo debajo de la argolla que hasta hacía unas horas sujetaba una
lámpara cutre de papel. Me senté en él, y empecé con la cuerda a hacer el nudo
del ahorcado, que obviamente la persona que le puso nombre no estuvo quince
días dándole al coco, pues es un nudo que sirve para ahorcar. Cuánto caradura
había suelto, y yo, que en el fondo de mi decrepitud no dejaba de ser un tío de
provecho (odiar casi todo tiene su trabajo y de vez en cuando genera críticas
de provecho) iba a darme pasaporte porque sí, porque ya no me aguantaba.
Estaba
el nudo, el taburete, mis pantalones rojos bien ceñidos y la camiseta negra. Me
aseguré de cerrar la puerta con cerrojo, eso me daría algunos minutos más.
Aunque tenía un par de horas antes de que mi madre llegara a casa. Le había
dejado comida y agua al dichoso perro, el cual basándose supongo en ese sentido
especial de los canes, no hacía más que lloriquear en la parte exterior de mi
habitación. Vale. Alcancé a hacer un nudo en la argolla del techo, me coloqué
el otro extremo alrededor del cuello, me asenté bien sobre el taburete y miré
al frente. Dos cosas me sorprendieron. La primera fue mi tranquilidad. No me
había alterado ni un poco, era como si me diera igual. Lo que no me dio igual
fue la segunda sorpresa, es más, más que sorpresa se trataba de un fraude. Ahí
estaba yo, con los pies en el borde del taburete a punto de lanzarme al vacío
(es una forma de hablar), de escribir la última línea en este tránsito, de
poner un odioso y repugnante punto final a mi decadencia…y nada, ni túnel con
una luz al final, ni mi vida en imágenes, ni nada de nada. Lo que os digo, un
fraude. Que por otro lado buena gana tenía yo de ver mi vida en imágenes cuando
lo que estaba haciendo es desterrar esas imágenes que tanto me habían
atormentado. Dado por culo, para entendernos, pero contado así con palabras
bonitas suena mejor, aunque reconozco que se ajusta mejor la segunda
definición. Pero una cosa no quita la otra, y esto era una estafa.
Había
llegado el momento, no lo pensé dos veces y salté. Lo siguiente que recuerdo
fue el odioso can lamiéndome la cara y moviendo el rabo a la misma velocidad,
mientras yacía yo en una alfombra de cascotes y yeso. Cuánto odiaba que no se
hicieran casas como las de antes.
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